Capítulo 02
Ellos solo habían perdido una «carga». En cambio, yo había perdido la vida… y a mi loba, sepultada en su silencio.

Tal como lo imaginé, cuando uno de los sanadores volvió a mencionar mi nombre, el rostro de mi madre se heló al instante.

—¿De qué sirvió mandar a una loba tan egoísta a estudiar sanación? Seguro que fue a Ciudad Central y volvió con el corazón podrido.

Linda, siempre tan hábil para jugar a la niña perfecta, suspiró con suavidad desde la cama, diciendo:

—No te enojes, mamá… la rabia te hace mal. Ariana siempre tiene ideas distintas… seguro hay algo que no entendemos…

—Linda, mi niña, es que tú eres demasiado buena. Por eso tu hermana siempre te ha pisoteado, te ha robado lo que te pertenece —dijo mi madre acariciándole la frente con ternura.

Linda sabía cómo fingir dulzura e inocencia para quedarse con todo el afecto de nuestros padres.

Y yo sabía bien que, aunque mi loba se apareciera ante ellos, muerta, explicando con la voz temblorosa cómo Linda me había conducido hacia la trampa de los hombres lobo errantes y cómo había manipulado todo para empujarme a la mina de plata… ellos solo responderían con una carcajada cruel y un golpe.

—¡Deja de inventar! ¡Siempre ha sido tu envidia la que no te deja vivir en paz! —hubieran exclamado.

Lo habían dicho tantas veces que ya ni dolía.

Antes de que alguien pudiera decir algo más, Nathan Castañeda, mi hermano mayor, irrumpió en la tienda.

Guerrero de la manada, venía directo desde la zona de guerra en la frontera y, sin preámbulos, fue directo a la cama de Linda, revisando con ansiedad cada parte de su cuerpo. Al confirmar que las heridas eran leves, respiró con alivio… y entonces sobrevino la furia.

—¡Siempre lo dije! ¡Ariana es una maldición para esta familia! Desde que Linda nació, no ha hecho más que dañarla.

Linda se acurrucó entre sus brazos, y, con voz suave, dijo:

—No te enojes, Nathan… incluso si fue ella quien me empujó hacia la trampa de los lobos en la mina… sé que no fue a propósito…

El silencio se rompió como un cristal.

—¿¡Qué dijiste!? —rugió Don Rafael, con los ojos desorbitados—. ¿¡Ella te empujó a la mina donde estaban los hombres lobo errantes!? ¡¿Se atrevió a hacerte eso a ti, su hermana?!

—¿Cómo pude dar a luz a una hija tan cruel? —inquirió mi madre, apretando los puños hasta clavarse las uñas en las palmas—. ¡Si vuelve a tocarte, la expulso de la manada con mis propias manos!

Mientras que los ojos de Nathan ardían con una rabia asesina, al decir:

—¿Una vez no fue suficiente? ¿Quiere probar lo que es vivir exiliada, fuera del territorio de la manada?

Linda bajó la mirada, notando que quizás había exagerado, y, en una perfecta actuación, murmuró:

—Papá, mamá… Nathan… no culpen a Ariana… Tal vez solo fue una confusión mía. Después de todo, es mi hermana… Jamás me haría daño…

La voz le temblaba de forma tan dulce que parecía pura. Como si de verdad me quisiera.

—Tú eres la bendición de esta casa, mi niña —dijo Nathan, acariciándole la frente con ternura—. Que la Diosa de la Luna te haya dado a nosotros… es lo único que nos mantiene en pie. Contigo a salvo, todo está bien.

El sol del atardecer entraba por las rendijas del refugio de curación, envolviéndolos a los cuatro en una luz dorada y cálida.

Mientras que yo, flotando cerca… era solo una sombra. Una loba sin manada. Una hija sin familia.

Quise gritar. Pero nadie podía oírme.

Quise correr. Pero mi alma seguía atrapada junto a mi madre, sin cuerpo, sin voz.

Solo me quedaba mirar… mientras me destruían.
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