Lobo Blanco Capítulo XVIII.

Después de cada patrullaje, en lugar de descansar, yo buscaba a mi cachorro. Le mostraba cómo rastrear presas por el aroma, cómo orientarse con las estrellas y cómo leer las huellas en la tierra húmeda. No importaba qué tan cansado estuviera: cada instante libre lo usaba para formar en él la fuerza que quizá un día no podría darle.

El cachorro lo notaba. Siempre lo notaba.

Una tarde, mientras repasabamos las señales de alerta que dejaban los lobos al marcar un territorio, el pequeño se quedó en silencio un momento. Luego, con esa voz baja y directa que no daba rodeos, preguntó:

—¿Papá… tú también extrañas a mamá?

Sentí que el aire se atoraba en mi garganta. Me obligué a mirar hacia adelante, al horizonte cubierto de pinos, porque si miraba a los ojos de mi hijo tal vez me quebraría.

—Extraño a mi pareja… —respondí finalmente, con un hilo de voz que sonó más grave de lo que pretendía—. La extraño todos los días.

El cachorro bajó la mirada y pateó una piedra, nervioso.

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