El silencio entre nosotros era espeso, casi insoportable.
La luna bañaba el jardín con una luz pálida, y el viento movía las hojas como si el bosque respirara junto a nosotros.
Reyk no me miraba.
Tenía los ojos fijos en la nada, en algún punto lejano del bosque, y cuando habló, su voz era apenas un hilo quebrado.
—Lucian y yo estábamos afuera… —empezó, con dificultad—. Fue hace muchos años. Teníamos diecisiete y dieciocho. Tú apenas nueve.
Me quedé quieta. El temblor de su voz me obligó a escuchar.
—Padre nos había dicho que volviéramos a la mansión antes del anochecer. Dijo que los lobos del sur estaban merodeando. Pero no le hicimos caso —continuó—. Pensamos que exageraba, que solo quería mantenernos cerca.
Su mandíbula se tensó.
—Estábamos entrenando, peleando entre nosotros como siempre. Ya sabes cómo era Lucian, competitivo hasta el final.
Hizo una pausa y apretó los puños.
—Entonces la vimos.
Tragué saliva.
—¿A quién? —pregunté, aunque lo sabía.
Reyk cerró los ojos.
—A mamá.
Las