El bosque siempre había sido mi refugio.
Era el único lugar donde podía ser yo misma sin que nadie me mirara con lástima o desprecio. Allí no existían los títulos ni los pactos. Solo el viento, los árboles y el sonido de las criaturas nocturnas respirando conmigo.Esa noche, la luna estaba casi llena. Faltaban solo unos días para alcanzar su punto más alto, y yo sabía que si no huía entonces, nunca lo haría.
Había empacado un bolso con lo mínimo: una capa, un poco de carne seca y el colgante de mi madre. Salí en silencio, descalza, con el corazón latiendo tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos.Cada paso me alejaba más del castillo Azuleja.
Las luces quedaban atrás, pequeñas y débiles como estrellas moribundas. El aire del bosque era húmedo y frío, y las ramas húmedas me rozaban la piel. No me importaba. Solo quería correr, desaparecer antes de que alguien notara mi ausencia.Podía hacerlo. Sabía cómo moverse un lobo en silencio.
Mi cuerpo ya conocía los caminos ocultos, los senderos donde los centinelas no patrullaban. Había pasado años explorando cada rincón de esos bosques, imaginando que algún día me servirían para escapar.Ese día había llegado.
Pero el destino no suele tener piedad.
Un crujido detrás de mí hizo que me detuviera.
Giré lentamente, con el pulso acelerado, y olí el aire. Un aroma familiar me golpeó el pecho: hierro, poder y rabia contenida.—No te atrevas a dar otro paso, Alana.
Su voz era grave, autoritaria.
Reyk, mi hermano mayor.Lo vi salir de entre los árboles, con su uniforme de cazador y la insignia de la manada grabada en el hombro. Su mirada ámbar, tan parecida a la mía, brillaba con ira.
—¿Me estás siguiendo? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
—No. Te estaba esperando —respondió.
Cruzó los brazos y dio un paso más cerca—. Sabía que intentarías hacer algo estúpido.—No es estúpido querer libertad —dije, dando un paso atrás—. No voy a casarme con ese hombre.
Reyk apretó la mandíbula.
—No tienes elección. Padre dio su palabra decadas atrás.—¿Y la mía no cuenta? —grité.
El eco de mi voz se perdió entre los árboles. Los animales del bosque guardaron silencio, como si esperaran lo inevitable. —Soy una persona, Reyk. No una pieza en su tablero de alianzas. No puedes controlarme de esta forma. Es injusto, Reyk.—Eres la heredera —rugió él, con un tono que me heló la sangre—. Tu deber es proteger a tu manada, aunque eso signifique sacrificarte.
—¡Sacrificarme! —reí sin humor—. ¿Tú llamarías sacrificio casarte con un asesino? Porque eso es lo que es Daren Kirk. Un asesino. ¡Mató a su promio padre! ¿Que demonios crees que me espera a mi?
No tuve tiempo de reaccionar.
En un movimiento tan rápido que apenas lo vi venir, Reyk me sujetó por el brazo y me empujó contra un árbol. El golpe me dejó sin aire.—¡Suéltame! —grité, intentando zafarme.
—No. —Su voz sonó más grave, cargada de amenaza—. No voy a dejar que destruyas el trabajo de generaciones solo porque no sabes obedecer.
Intenté apartarlo, pero era más fuerte. Siempre lo había sido. Su agarre se clavaba en mi piel como hierro caliente. La rabia me subió por la garganta.
—¡No me toques! —rugí.
Y entonces lo sentí.
El calor, el temblor bajo la piel. Los músculos contrayéndose. La transformación llegó sin pedir permiso.Mi cuerpo cambió con un chasquido seco. Mis uñas se alargaron, mis dientes se afilaron, la visión se volvió más nítida. El dolor era insoportable, pero liberador. Grité, o quizá fue un rugido, y lo empujé con todas mis fuerzas.
Por un segundo creí que lo había logrado.
Reyk retrocedió unos pasos, sorprendido, pero enseguida reaccionó. Su propio cuerpo comenzó a cambiar, pero solo lo suficiente. No necesitaba transformarse del todo para someterme.Me lanzó al suelo.
Intenté morderlo, pero me sujetó del cuello antes de que pudiera hacerlo. Su mano, firme y dominante, me presionó contra la tierra húmeda.—¡Reyk, basta! —intenté hablar, pero solo salió un gruñido.
Él me miró con furia, los colmillos apenas visibles, los ojos brillando con poder alfa.
Extendió su energía sobre mí. La sentí como un peso invisible que me inmovilizaba. Era la fuerza de su rango, la autoridad de sangre que podía detener la transformación de otro lobo. Mi cuerpo empezó a revertirse a la forma humana. A la fuerza. El dolor fue insoportable.Grité mientras los huesos crujían y el pelaje desaparecía. Cuando todo terminó, estaba otra vez en mi forma humana, temblando y cubierta de tierra. Reyk me sujetó por el cuello y me levantó del suelo, apretando con suficiente fuerza para hacerme ver manchas negras.
—Vas a casarte con Daren —dijo, con una calma escalofriante—. Por el bien de la familia, por el bien de la manada. O te juro, Alana, que seré yo quien acabe contigo.
Sus palabras me golpearon más que su fuerza.
Mi hermano. El que una vez me enseñó a montar, el que me cubría cuando rompía las reglas, ahora me miraba como si fuera su enemiga.—No… —alcancé a decir—. No puedes hacerme esto.
—Puedo —respondió, soltándome de golpe—. Y lo haré si insistes.
Se apartó un paso, respirando agitado. —No obligues a la familia a verte como una traidora.Me quedé en el suelo, tosiendo, sin poder moverme. Sentía la garganta arder y la rabia crecer como fuego en el pecho.
Él me observó un segundo más y luego se dio media vuelta.—Mañana al amanecer, partirás con nosotros hacia el territorio de los Sombra de Hierro. —Su voz se volvió fría, vacía—. Que sea la última vez que intentas huir.
Y se fue.
El bosque volvió a quedar en silencio, solo roto por el sonido del viento moviendo las hojas.Me quedé allí, temblando, con la espalda apoyada en el árbol contra el que me había lanzado. La luna se filtraba entre las ramas, iluminando la tierra húmeda donde había caído.
Me pasé los dedos por el cuello y sentí los moretones formándose.Lo odié.
A él. A mi padre. A Daren. A todos.Pero, más que nada, me odié a mí misma por no ser lo suficientemente fuerte para escapar.
No lloré. No podía.
Solo levanté la vista al cielo y le hablé a la Luna, como lo hacía cuando era niña.—Si realmente me marcaste para algo… —susurré—. Será mejor que empiece a valer la pena.