Esa noche regresé a casa sin decir una palabra.
El camino de vuelta se me hizo eterno. Los árboles parecían observarme, inclinándose con el peso del juicio. Cada hoja que crujía bajo mis pies sonaba como un reproche. Cuando crucé el portón de la mansión, los guardias fingieron no verme. Sabían lo que había pasado. En un lugar donde todos oían y olían todo, los secretos no duraban más de un minuto.Subí las escaleras hasta mi habitación. Cerré la puerta, me apoyé contra ella y finalmente me dejé caer.
El llanto me rompió en pedazos. No pude contenerlo. Lloré por mi madre, por mi destino, por mi impotencia. Lloré hasta quedarme sin voz.La luna entraba por la ventana, enorme, brillante, cruel.
Le hablé en voz baja, como si pudiera escucharme.—¿Por qué yo? —susurré, con los ojos rojos y la garganta ardiendo—. ¿Por qué no uno de mis hermanos? ¿Por qué nací con esta marca?
No hubo respuesta.
Nunca la había habido.La luna solo me observaba, indiferente, como una madre que ya había perdido la paciencia.
Me quedé mirando su reflejo durante horas, hasta que el cuerpo me pesó demasiado.
La cabeza me daba vueltas. Sentía una mezcla de miedo, resignación y enojo. Parte de mí quería salir corriendo de nuevo. Pero Reyk tenía razón: si me iba, me convertiría en una traidora. Las leyes eran claras. Cualquier loba que desobedeciera un pacto ancestral era considerada enemiga de su raza. Las demás manadas me cazarían. Mi nombre se borraría de los registros. Y mi familia cargaría con la vergüenza para siempre.No podía hacerlo. No esta vez.
Por más que lo odiara, debía obedecer.Me dejé caer sobre la cama. El silencio se hizo tan denso que solo se escuchaba el crujir de la madera. Cerré los ojos e intenté dormir, pero la imagen del rostro de Reyk —su furia, su amenaza— se repetía una y otra vez.
“Por el bien de la familia.”
Esa frase me retumbaba en la cabeza como un martillo.Cuando amaneció, ya no quedaban lágrimas.
Me levanté, me vestí con ropa sencilla: pantalones oscuros, una camiseta de lana y un abrigo deportivo. No iba a entrenar, ni a huir. Solo necesitaba pensar. El aire del bosque era más limpio que el de la mansión. Quizá, si me bañaba en el lago helado, el frío me ayudaría a ordenar mis ideas.Salí sin avisar.
El amanecer teñía el cielo de tonos azul gris y el canto de los cuervos acompañaba mis pasos. El bosque era mi casa, aunque a veces también mi prisión. Los árboles altos y los troncos retorcidos ocultaban los senderos, y el suelo cubierto de hojas muertas amortiguaba mis pisadas. Caminé por casi media hora, hasta que escuché el murmullo del agua.El lago se abría entre los pinos, brillante y quieto.
El vapor subía desde la superficie, atrapado por el aire gélido. Era el mismo lugar donde mi madre solía bañarse cuando aún vivía. La recordé riendo, con su largo cabello plateado flotando sobre el agua. Yo era apenas una niña entonces, demasiado pequeña para entender que un día la perdería allí mismo, en ese mismo bosque.Me quité las botas y dejé la ropa doblada sobre una roca.
El agua estaba tan fría que dolía, pero seguí avanzando hasta que el cuerpo entero quedó sumergido. Cerré los ojos. El silencio bajo el agua era diferente. No había juicios, ni voces, ni mandatos. Solo el latido de mi corazón.“Tal vez este sea el único lugar donde sigo siendo libre”, pensé.
Me sumergí una vez más, dejando que el cabello flotara alrededor de mi rostro.
Durante unos segundos, logré sentir paz. El frío me entumecía los músculos, pero también me calmaba. En unos días estaría lejos de allí. Casada con un hombre que me despreciaba. Viviendo en tierras ajenas. Rodeada de enemigos. Pensar en eso me provocó un nudo en el estómago.“Daren Kirk…”
Solo el nombre bastaba para revolverme el alma. Había escuchado las historias: cómo obligaba a sus soldados a pelear entre ellos hasta que uno quedaba inconsciente; cómo arrojaba a los débiles desde los acantilados del norte; cómo no tenía luna, ni compañera, porque ninguna sobrevivía a su temperamento. Y yo iba a convertirme en su esposa.Tragué saliva y respiré hondo.
“Tal vez el frío me despierte de esta pesadilla”, me dije.Pero el bosque rara vez concede paz por mucho tiempo.
Un sonido me sobresaltó.
Algo se movió entre los arbustos, al otro lado del lago. Giré lentamente, el corazón acelerado. Podía haber sido un ciervo. O un guardia. Pero el instinto me decía otra cosa.—¿Quién está ahí? —pregunté en voz alta.
Nadie respondió.
Solo el viento, arrastrando hojas secas.Me quedé quieta, observando.
El agua se agitó ligeramente. Un reflejo oscuro cruzó por la superficie, demasiado grande para ser un pez. El aire cambió. Ese tipo de cambio que solo los de mi especie podemos sentir. El bosque dejó de respirar. Ni pájaros. Ni insectos. Ni aullidos a lo lejos.Algo estaba allí.
Y me observaba.Me obligué a salir del lago lentamente. El cuerpo tiritaba, no solo por el frío.
Tomé la ropa y la apreté contra el pecho. Miré hacia los árboles, intentando distinguir alguna forma, algún movimiento. Nada. Solo sombras.Entonces escuché el crujido.
Una rama rota. Muy cerca.Me giré y lo vi: una figura alta, apenas visible entre los troncos, quieta, pero con los ojos brillando en la oscuridad.
No eran ojos humanos.Retrocedí un paso.
El corazón me golpeaba el pecho con fuerza.No era Reyk.
No era un guardia.Era algo más.
Alguien más.