El crepitar de la hoguera iluminaba los bordes del pergamino extendido en sus rodillas. Afuera, la noche de las Tierras Oscuras era un monstruo dormido: silenciosa, densa, acechante. Pero Aeryn no temía. Estaba demasiado ocupada asimilando la verdad.
Nyrea Ignarossa.
¿Era ella ese nombre oculto por el tiempo y el miedo? Aquel linaje había sido borrado, transformado en mito, sepultado por los vencedores que temían su poder. Y ahora las piezas encajaban: su mechón plateado, su control sobre el fuego lunar, su destino como compañera de un Alfa de linaje ascentral...
Nada había sido casualidad.
Sus dedos se deslizaron sobre los nombres de Vaelrik y Seralyne. Los verdaderos. Sus verdaderos padres. Los sintió cercanos, como si cada letra escrita con tinta antigua palpitara con amor no dado, con historias no contadas, con caricias que nunca llegó a recibir.
—Me buscaron. Me protegieron desde la tumba...—susurró.
Y con ese susurro, el pasado comenzó a reconstruirse dentro de ella.
Aery