La puerta del límite se cerró tras ella con un golpe seco. La última frontera de la manada que alguna vez fue su hogar ahora la rechazaba como si fuera una peste. Aeryn se quedó inmóvil unos segundos. Luego, sin mirar atrás, comenzó a caminar.
El suelo era áspero, lleno de raíces y piedras que lastimaban sus pies descalzos, pero ella no se detuvo. El dolor físico era apenas un susurro comparado con el grito silente que rugía en su interior. La traición, la humillación, la pérdida... cada paso era un acto de resistencia. No sería quebrada.
Tras recorrer una considerable distancia por el bosque, cuando el sol comenzaba a descender entre las hojas, dos figuras emergieron entre los árboles. Un hombre y una mujer encapuchados y con los ojos brillando de determinación.
—Aeryn Thorneveil —dijo la mujer con voz suave—. Por siempre serás nuestra Luna.
El hombre asintió con respeto, y colocó a sus pies una bolsa de cuero gastada. Dentro, había comida, una cantimplora, algo de dinero, un