Había pasado una semana.
Las cenizas se barrían de los techos, los cuerpos habían sido honrados, y las grietas de Lobrenhart comenzaban a sellarse. Los heridos caminaban, los huérfanos eran acogidos, y las hogueras ardían sin miedo. La ciudad sobrevivía. Pero algo seguía sin sanar.
Los lobos rojos no despertaban.
Nyrea y Darien yacían en lo alto de la Torre de la Llama. Vivos, sí… pero inmóviles, atrapados en un sueño del que nadie sabía cómo traerlos de vuelta. No tenían heridas. Su piel era cálida. Sus corazones latían con firmeza. Pero sus ojos no se abrían.
Y donde hay silencio, crecen los rumores.
—Se disolvieron en fuego. —decía una madre al amamantar a su hijo—. Ya no pertenecen a este mundo.
—No, los vi. Siguen allí arriba, como estatuas. Congelados. Como si la Luna los reclamara, pero no supiera cómo llevárselos.
En las tabernas, en los pasillos, incluso entre los sanadores, la incertidumbre se había vuelto más pesada que la derrota. Solo una cosa rompía esa inq