El gran patio central de Lobrenhart había recuperado su calma habitual, pero algo en el aire se sentía distinto. Darien lo percibía en el silencio de los soldados, en las miradas de los ancianos, en los suspiros prolongados de las cocineras. Joldar se había marchado hacía solo dos días, pero el eco de su ausencia retumbaba como un tambor lejano en el pecho del heredero.
En la terraza del ala norte, con vista a los campos de entrenamiento, Darien se mantenía de pie con los brazos cruzados. El viento jugaba con su capa y con los mechones sueltos de su cabello oscuro. A su lado, Aeryn lo observaba en silencio. Había intentado aliviar la tensión con palabras suaves, con caricias discretas, con insinuaciones de deseo... pero él se mostraba distante.
—No puedo protegerte si pierdo el control de ellos —dijo al fin, sin mirarla—. La manada no respeta al lobo que duda. Y hoy, todos me miran buscando grietas.
Aeryn dio un paso al frente, colocándose frente a él.
—Eres más fuerte de lo que crees