El sol apenas comenzaba a colarse por los vitrales cuando Aeryn despertó, aún con el cuerpo pesado por el agotamiento de la transformación del día anterior. Sentía los músculos tensos, la piel aún sensible donde el fuego había brotado sin control. A su lado, Darien dormía, de espaldas, con la mandíbula apretada incluso en reposo.
Se sentó despacio, sin querer despertarlo, y observó el mechón plateado que yacía sobre su hombro como un recordatorio silencioso. No lo cortó. No esta vez. Lo tomó entre los dedos y lo miró bajo la luz filtrada. Brillaba con una fuerza tranquila, como si respirara con ella.
“Algo cambió anoche…” pensó. No solo en ella. En él también.
Darien abrió los ojos de pronto, como si hubiera sentido su mirada.
—¿Estás bien? —preguntó con voz ronca.
—Sí. Un poco adolorida... pero bien —respondió, forzando una sonrisa.
Él se incorporó, sentándose a su lado. La observó en silencio unos segundos, y luego le apartó el mechón con delicadeza.
—¿Qué está pasando contigo, Aery