El cielo comenzaba a pintarse de tonos dorados y lilas cuando Nyrea apoyó la cabeza sobre el pecho de Darién, ambos recostados entre las flores altas del prado. Aún había rocío en los pétalos, y la luna se desvanecía lentamente, como si cediera su turno al día… y al amor recién sellado.
—¿Fue el ritual… o tú? —murmuró él, acariciándole la espalda con suavidad.
—Ambos —respondió ella con una sonrisa traviesa, deslizando los dedos por su abdomen. Tenía la piel aún marcada por trazos tenues de ceniza, como si el fuego aún viviera en su cuerpo.
Darién la besó en la frente, con ese aire satisfecho y posesivo que solo él sabía mostrar sin hablar. Pero Nyrea ya se estaba incorporando, la mirada dirigida a un sendero cercano.
—Ven. Vamos al arroyo. Aún tenemos ceniza encima… y tú necesitas enfriarte un poco.
—¿Estás segura de eso? —le respondió él con tono grave, ya levantándose sin mucha prisa, los ojos encendidos otra vez.
Caminaron entre la niebla temprana, descalzos y desnudos