La cabaña estaba en penumbra, iluminada por la suave luz de las antorchas que marcaban el sendero hacia el exterior. Nyrea lo esperaba junto al hogar, el cabello suelto, un vestido rojo de tela ligera que apenas rozaba su piel y dejaba ver la silueta redondeada de su vientre. Su expresión era serena, pero había un brillo en sus ojos que prometía algo más que ternura.
Cuando Darién entró, con la camisa aún desabotonada por la prisa del día, sonrió con ese gesto que solo ella conocía.
—¿Ya estás listo para tu sorpresa? —preguntó ella con voz baja.
—¿Es peligrosa? —bromeó, acercándose a tomar su mano.
—Solo si no te atreves a mirar a la luna sin miedo.
Ella lo guió entre los árboles hasta un claro donde una mesa estaba dispuesta sobre una plataforma elevada entre raíces. Manteles de lino blanco, copas de cristal soplado, velas flotando en recipientes de barro, y sobre la mesa, un banquete sencillo pero cuidado: pan de cereales tostado, estofado de carne especiada, frutas rojas y un