El despertar fue lento… tibio. Como si en lugar de su cama, Aeryn estuviera envuelta en nubes cálidas. Su cuerpo, tan agotado por días, por semanas de presión, ya no dolía. Se sentía... sostenida. Segura.
Un aroma familiar —masculino, terroso y ardiente— la envolvía como una segunda piel. El roce de una palma áspera descansaba sobre su cintura, y algo —un cuerpo— la mantenía acurrucada, como si fuera lo más frágil y valioso del mundo.
Aeryn sonrió, todavía adormilada. Se sintió en casa.
Hasta que lo olió.
Y lo sintió.
Darién.
Sus ojos se abrieron de golpe.
—¡TÚ! —rugió, apartándose como si la hubieran sumergido en agua hirviendo. Se cubrió con la manta al ver que él y ella estaban piel con piel—. ¡Maldito! ¿Qué hiciste?!
Darién, aún dormido, gimió por el brusco movimiento. Valzrum apareció de inmediato desde la penumbra de la cabaña, las manos alzadas con firmeza.
—¡Aeryn, calma! —dijo en tono firme—. Déjame explicarte. No pasó nada… nada más allá de lo necesario.