El sol apenas se alzaba cuando Darién detuvo su caballo en la linde de Brumavelo. EL terreno estaba húmedo del rocio del amanecer en el pasto, y su respiración salía entrecortada. No por el frío, sino por la ansiedad.
Había cabalgado sin descanso los últimos dos días del trayecto. Su ropa estaba manchada de barro, su cabello revuelto, y las ojeras bajo sus ojos revelaban que no había dormido. Aun así, lo que más ardía era su pecho… su vínculo. Latía con urgencia. Con dolor. Como aquel día maldito en que la vio desvanecerse, perdiendo a su hijo.
Miró al frente. El límite mágico de Brumavelo estaba marcado por un leve temblor en el aire, apenas visible. Su lobo aullaba por cruzar, pero su razón le gritaba que debía esperar. El tratado existía. Y si lo rompía… podía provocar una guerra.
El cuerno del centinela sonó dos veces.
Un llamado claro. No era de bienvenida. Era advertencia.
Darién tragó saliva.
—Lo merezco… —murmuró—. No me quieren aquí.
Pero no dio un paso atrás. S