La sala estaba ennegrecida. Parte del mobiliario de piedra había sido calcinado. El suelo agrietado, y en medio de aquel caos, yacía Darién, inconsciente, rodeado de escudos mágicos activados por los centinelas.
Nyrea cayó de rodillas junto a él.
—¡Darién...! —susurró, al tomar su rostro.
Su piel ardía. Pero no de fiebre. Era energía. Era fuego contenido en una forma mortal que no había podido manejarlo. Su respiración era débil. Su cuerpo empapado en sudor. Las venas de su cuello y pecho parecían más oscuras, como si algo lo estuviera devorando desde dentro.
—¿Qué le pasa? —preguntó con voz grave.
Valzrum no respondió de inmediato. Colocó ambas manos sobre el pecho de Darién, invocando un hechizo antiguo. Cerró los ojos. Sus labios se movieron en un susurro casi imperceptible. Una brisa mágica recorrió el lugar.
—Esto no es sólo un colapso —dijo con tono grave—. Esto es una transformación. Una que está desequilibrada.
Nyrea lo miró con ojos abiertos, helada.
—¿Transformación?