Capítulo 03
El correo electrónico no tardó en llegar. Había pasado la primera fase. El coordinador del Colegio Alfa de la Manada Cumbre del Trueno me invitaba a una entrevista… y ver el lugar me paralizó por un segundo.

Una cafetería en la Manada Sierra del Lobo.

No era cualquier cafetería, sino la que solíamos frecuentar cada fin de semana con Leandro cuando recién nos habíamos vinculado.

Íbamos los tres: él, Tomás y yo.

Mi loba carraspeó con fastidio en mi cabeza. Me obligó a cerrar el recuerdo como quien cierra un libro roto.

«Vas a empezar una nueva vida, Renata Valdés, en la Cumbre del Trueno. Olvida el pasado.»

Asentí para mis adentros y tomé el transporte hacia el lugar.

Cuando llegué a la entrada de la cafetería, un auto de lujo frenó justo frente a mí.

Reconocí la matrícula al instante, por lo que me escondí instintivamente detrás de una columna.

De la puerta trasera saltó Tomás, entusiasmado, y, detrás de él, bajó Leandro, sujetando un ramo de rosas rojas.

Iban vestidos con esmero, incluso Tomás llevaba camisa y chaleco, y se adentraron al vestíbulo riendo.

Y ahí estaba ella.

Isabella Sánchez, esperándolos sentada en la mesa central, perfectamente arreglada, rodeada de globos rosados y una gran cantidad de regalos.

Tomás corrió a sus brazos como si fuera lo más natural del mundo.

—¡Feliz cumpleaños, Isabella! —exclamó con voz aguda—. ¡No podía esperar para celebrarlo contigo! Mira, ¡te hice esta pulsera yo solo!

Le entregó el regalo con las ambas manos, como si fuera un tesoro.

Isabella lo besó en la mejilla con ternura ensayada.

—¡Es preciosa, mi amor! No creo que reciba nada más especial que esto hoy.

Luego, le lanzó una mirada cómplice a Leandro. Él entendió el gesto de inmediato y le entregó las flores y un estuche envuelto con delicadeza.

Isabella abrió el regalo y dio un grito.

—¡Dios mío! ¿Es la gargantilla de Aurelio Márquez? ¡Vale más de cuatro millones de dólares!

Se lanzó al cuello de Leandro y lo besó sin pudor, como si no estuvieran frente a su hijo. Tomás miraba con admiración, convencido de que todo aquello era exactamente lo que una familia feliz debía ser.

Mi loba gimió de dolor, encogida dentro de mí.

Era su cumpleaños.

Y, sin embargo, nadie me había dedicado una sola palabra el día del mío.

Los vi subir las escaleras felices, como si yo jamás hubiera existido.

***

Pese a todo, mi entrevista transcurrió con fluidez. El responsable fue amable, profesional y cálido.

—Le enviaré el resultado mañana, señorita Valdés. Ha sido un gusto hablar con usted.

—El gusto fue mío —respondí con una sonrisa educada, haciendo lo posible por salir rápido de ese lugar.

Pero el destino no lo permitió.

—¡Mamá!

La voz de Tomás me alcanzó como un látigo desde uno de los salones privados. Me giré y vi que tenía los ojos como platos.

Detrás de él, Leandro cortaba el pastel de cumpleaños de Isabella, tomándole de la mano.

Intenté ignorarlo, y me di la vuelta para marcharme, pero Leandro ya venía hacia mí, furioso.

—¿Qué haces aquí? —Su voz era baja y fría, como si mi mera presencia fuera una ofensa.

Intenté zafarme de su agarre, pero él me sujetó del brazo.

—¿Estás con otro hombre? —gruñó entre dientes—. ¿Él es tu nuevo amante?

Sus ojos comenzaban a brillar, enrojecidos, mientras su furia se desbordaba.

Mi loba apenas pudo contener el impacto emocional, aún débil por el embarazo.

—No todo el mundo es tan sucio como tú e Isabella —le dije, sin miramiento. Era la primera vez que le respondía así en siete años.

Leandro titubeó. Nunca me había escuchado levantar la voz. Ni siquiera en defensa propia.

—¡No digas estupideces! Solo estamos celebrando el cumpleaños de tu hermana.

—Mi «hermana» —corregí con frialdad—. Que no comparte ni tu sangre ni tu alma.

Me giré para irme, pero Isabella no había terminado su espectáculo. Se acercó corriendo, con cara de horror perfectamente simulada.

—¡Renata! ¿Cómo haces esto delante de tu hijo? ¿Y justo hoy?

Extendió una mano como si quisiera detenerme, pero lo que hizo fue empujarme con fuerza.

Mi loba gritó. No tuvo tiempo de reaccionar. La debilidad del embarazo la mantenía inactiva. Por lo que mi cuerpo cayó por las escaleras como un muñeco de trapo.

De pronto sentí el dolor, cuando caí con un golpe seco.

Y luego, calor.

Demasiado calor.

Un líquido tibio descendió por mis piernas.

—¡Dios mío! ¡Mamá está sangrando mucho! —gritó Tomás, desde arriba.

Todo se volvió borroso. Voces. Pasos. Caos… Pero yo ya no escuchaba nada.

Solo el eco de una decisión que se volvía irreversible.

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