De camino a casa, Leandro no podía dejar de pensar en mi última mirada.
Fría. Lejana. Final.
Marcaba un quiebre que ni su lobo podía ignorar.
Tomó el teléfono y le pidió al hospital que me atendieran bien, asegurándose de que no me faltara nada.
Pero su lobo no se calmaba.
Algo andaba mal.
Cuando llegó a casa, encontró a Isabella y a Tomás tirados en el sillón, comiendo frituras y jugando videojuegos.
Frunció el ceño. Esa dieta no era adecuada para el futuro alfa heredero de la Manada Sierra del Lobo.
—¡Papá! ¿Cómo está mamá? —preguntó Tomás, con una pizca de preocupación.
—Su loba es muy fuerte, ¿cierto? Seguro se va a recuperar pronto. La necesito para que me ayude con la tarea.
—Está bien —dijo Leandro con frialdad, sin mirarlo, los ojos fijos en Isabella.
Entonces bajó la voz y dijo, con tono seco:
—Renata ya prometió que no te va a acusar. Pero Isabella… de verdad no debiste causar la pérdida de nuestro cachorro.
—¿Todavía estás molesto conmigo? ¡Te juro que no sabía que estaba em