—¡¿Qué carajos haces aquí?! —rugió Leandro Castaño, su rostro desencajado entre rabia y sorpresa.
Yo apenas podía sostenerme tras cortar el vínculo. Pero no era a mí a quien miraba.
Era a Isabella Sánchez.
Vestía harapos. El cabello, que solía cuidar con obsesión, era ahora un nido de enredos opacos. Su maquillaje corrido, la piel sucia.
Estaba irreconocible.
—¡Lucas! Podemos volver a empezar, ¿cierto? ¡Estoy embarazada! ¡Voy a darte un heredero fuerte! —dijo, avanzando como un espectro.
Fue la primera vez que la vi así… deshecha.
Desde que llegó a nuestra casa, lo tuvo todo.
Mi padre le dio una plaza en la mejor escuela, tratamientos de belleza exclusivos, ropa de diseñador.
Cuando salíamos juntas, todos pensaban que yo era la omega de la manada.
—Ya lo dije —contestó Leandro con voz seca—. No tengo nada que ver contigo ni con ese hijo.
El hombre que me había suplicado hace apenas unos minutos, recuperaba ahora su voz de alfa.
Hizo una seña a los guardias.
—Conténganla.
—¡¿Qué tiene R