Capítulo 4: La negación de la omega.

Nota: Cuando vean el ''♥'' significa cambio de narrador.

...

— Lo siento, creo que se ha equivocado de persona. — Sonreí, mantendría la fachada de ser una enfermera correcta y perfecta hasta el final. — Nunca nos hemos visto, ¿Cómo podríamos casarnos? 

— Bueno, está bien si crees que mi abuelo es un tonto. — Nicolás habla despacio cerca de mi oído, su nariz roza inistentemente el lóbulo de mi oreja. — Pero incluso con todo el maquillaje cubriendo las marcas en tu cuerpo sigues oliendo a mí, efermera Navarro.

Aparté su mano descarada de un manotazo cuando me paretó la cadera, él se rió como si le hubieran contado el mejor de los chiste pero yo no estoy dispuesta a ceder.

— ¿Qué es todo esto, hijo? — El abuelo se frotó las sienes, al igual que yo, no comprendía nada. — ¿Cómo que van a casarse?

— En realidad nosotros no-

— La enfermera Navarro tiene ojos de chocolate feroces y modales correctos. — Tomó un mechón de mi cabello negro mal peinado, depositando un beso en las hebras e interrumpiéndome. — Debería ser capaz de ver lo que le conviene ¿No?

Realmente debí haber pateado su entrepierna cuando pude.

— Bueno, ya que no me necesitan me retiraré. — Antes de lanzarme por la ventana. — Felicidades por haber recuperado la memoria, abuelo. Finalmente podrás salir de aquí como querías.

Me solté del agarre pesado de Nicolás y salí a toda prisa de la habitación, con el corazón acelerado y el estómago revuelto.

''Demonios... Eso fue demasiado peligroso...'' Me recargué de la pared, mi nariz sigue cosquilleando con solo estar cerca de él. Incluso ahora que no puedo percibir sus feromonas apropiadamente es mucho más peligroso ''Tengo que tener cuidado con eso en el futuro...''

Desde que me desarrollé como omega nunca he podido percibir las feromonas de los demás, razón por la que soy constantemente llamada una ''defectuosa'' pero había estado bien con ello toda mi vida, a veces fingía ser Beta.

¿Pero por qué mi omega reaccionó con el alfa de él? ¿Fue solamente por las drogas?

— ¡Ah, demasiadas preguntas! — Sacudí mi cabeza intentando concentrarme en los documentos frente a mí, pero después de un rato mi cabeza sigue dando vueltas sobre lo mismo.

—Navarro. A la oficina. Ahora.

Era la Enfermera Jefe. Su voz no era de regaño, sino de hielo.

— Enfermera Navarro — comenzó la Jefa, su voz resonando en la recepción —, se han robado varios objetos de valor de la habitación del Patriarca Montesco que trajo su nieto. Piezas muy antiguas.

Sentí el escalofrío. — Yo... yo estuve allí. Pero no he tocado nada.

— Tú eres la última persona vista en esa habitación. Una Omega sin aroma, eres la única que puede ir y venir sin dejar rastro alguno. Freya, entrega lo que tomaste — ordenó la Jefa.

— ¡No he tomado nada! — respondí con una rabia que me quemaba la garganta —. ¡No he tocado nada más que los signos vitales! Llevo años en este hospital, y soy la única...

No pude terminar la frase. El golpe fue seco y aterrador. La Enfermera Jefe me dio una bofetada tan fuerte que mi cabeza rebotó y mis lentillas de contacto se movieron. El dolor en mi mejilla fue instantáneo, pero el shock de la humillación pública fue peor.

— ¡Estás despedida! — gritó la Jefa, su rostro retorcido por el odio —. ¡Expulsada del Hospital Élite! ¡Lárgate de aquí antes de que llame a Seguridad por robo y agresión!

— ¡Pero yo no he robado nada, por favor tiene que escucharme!

Mi mundo se detuvo. Sentí las lágrimas de humillación quemar mis ojos.

Y entonces, el aire cambió. La puerta se abrió con la fuerza de una explosión silenciosa.

Nicolás Montesco.

Su presencia era tan dominante que la Enfermera Jefe palideció. Sus ojos se clavaron en mi rostro, luego en la marca roja que la bofetada había dejado en mi mejilla. El peligro que emanaba de él era casi tangible.

Se movió. No caminó. Se deslizó hasta mí.

— ¿Quién te dio permiso para tocarla? — Su voz era baja, terrible, sin una pizca de humanidad.

La Enfermera Jefe balbuceó: — Señor Montesco, ella robó de su abuelo...

Nicolás ni siquiera la escuchó. Su mano, rápida como un rayo, agarró la muñeca de la Jefa. Su agarre fue de un cazador que da el golpe de gracia.

— Todo el que toque lo que me pertenece será destruido — declaró Nicolás, su mirada fija en la Jefa.

Escuché un crujido sordo. La Jefa soltó un grito ahogado y se desplomó, sujetándose la muñeca, ahora rota y deforme. Nadie se atrevió a moverse.

Nicolás me tomó suavemente del hombro, girándome lejos del caos. Luego, se agachó y miró a la Jefa tirada en el suelo.

— Te doy una última oportunidad antes de llamar a mis hombres. Devuélveme lo que robaste.

Ella lloraba histéricamente, negando con la cabeza.

Con un movimiento fluido y brutalmente eficiente, Nicolás se agachó y metió su mano en el bolsillo del uniforme de la Jefa. Sacó un pañuelo de seda arrugado. Lo desdobló.

En su palma había un pequeño broche de oro y rubíes, inconfundiblemente una antigüedad valiosa. El objeto robado.

Nicolás se puso de pie, su rostro impasible, mientras la Jefa sollozaba histéricamente. Me miró a mí, sus ojos oscuros penetrando mi alma.

— Gracias — dije, apartándome de su toque —. Gracias por detener la injusticia, señor Montesco. Le debo...

— Me debes tu vida, tu obediencia y tu futuro — me interrumpió y me tomó de la mano, forzándome a salir de la oficina del caos. — Vamos a casarnos. Ahora. Te llevaré a la Corte Noche.

La frase me devolvió mi furia. ¿Eso es lo que iba a decir después del alboroto?

— Todavía no quiero casarme con usted. — Volví a negarme, soltándome de su agarre. 

— ¿Por qué no? Ya viste que soy buena persona.

Ja... Le acabas de romper la muñeca a la jefa de enfermeras.

Suspiré, al parecer mi única opción era espantarlo. Mostrarle lo que mi familia vendía y lo que él se negaba a ver.

Lo arrastré, usando toda mi fuerza, hacia el pasillo lateral.

— Necesito hablar contigo. A solas. — Le lancé una mirada desesperada. Vi una vieja sala de conferencias, olvidada, oscura. Abrí la puerta de golpe y lo empujé adentro.

Cerré la cerradura con un clic fuerte. Me giré, mi corazón latiendo como un tambor.

— ¡Escúchame! Lo que viste anoche fue una ilusión. ¡Esto no es real!

Llevé mis manos temblorosas a mi rostro. No me importó el maquillaje de hospital. Arranqué las lentillas café y las tiré al suelo. Mis ojos dorados brillaron en la penumbra de la sala. Luego, con una toallita húmeda que saqué de mi bolsillo, empecé a frotar mi cara con violencia, borrando la base de mi maquilaje personalizado.

La capa de maquillaje se desprendió, revelando la mancha púrpura oscura que cubría la mitad de mi mejilla y mi mandíbula. Mis rasgos, tensos y llenos de ira, se convirtieron de la Omega "discreta" a la "bestia" de los rumores.

Me quedé inmóvil, exponiéndole mi maldición, mis ojos dorados brillando con desafío.

— ¡Mira! ¡Mírame! Una omega defectuosa sin aroma. Con una mancha. Una mutación. ¡Soy una desgracia!

Esperé el asco, la decepción. Esperé que su obsesión se rompiera y finalmente pudiera dejarme en paz.

En cambio, Nicolás dio un paso hacia mí. Su mirada recorrió mi rostro, desde la mancha oscura hasta el brillo feroz en mis ojos. Sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa llena de adoración, no de repulsión.

Hermosa — susurró.

Me tomó el rostro entre sus grandes manos.

— Tu verdadero rostro me excita aún más, Freya. Es perfecto. Es diferente. Eres mía.

Mi rostro se deformó en una mueca.

— Tienes que estar jodiéndome.

— Bueno, podría hacerlo justo ahora ¿No?

Sus labios estaban a centímetros de los míos. El frenesí que había experimentado la noche anterior regresó, solo que esta vez alimentado por su aroma único y la cercanía de su cuerpo.

En un momento de lucidez, recordé la última y más importante verdad que debía usar para espantarlo. Me separé, jadeando, y lo miré a los ojos.

¡No puedo tener hijos! —dije, con la respiración entrecortada. —. ¡Eso es lo que todos los Alphas de élite quieren! ¡Un linaje fuerte! ¡Yo soy estéril! ¿Una omega que ni siquiera puede tener descendencia? ¿Quién querría eso?

Él me miró de nuevo, sus ojos oscuros llenos de un fuego incomprensible.

No me importa —dijo, antes de besarme con una posesión que me quitó el aliento y la capacidad de pensar—. Te quiero a ti.

Me sujetó con una mano firme en mi cintura y con la otra me acariciaba el cabello. Sentí una oleada de calor. El calor me subió por el pecho, la cabeza me dio vueltas con una rapidez aterradora. Nos tambaleamos, y él me acorraló contra la mesa fría.

Mi visión se volvió borrosa.

—Nicolás... —apenas pude susurrar, sintiendo que mi cuerpo se encendía.

El control, el frenesí, la rabia... todo se transformó en una fiebre abrasadora. Sentí que mi piel ardía. Mis músculos se debilitaron, y el mareo me venció. Me desplomé en sus brazos, mi cuerpo inerte y pesado, mi conciencia desapareciendo rápidamente.

Nicolás Montesco sostuvo el cuerpo de la Omega. Su expresión, inicialmente de pasión, se transformó en un pánico absoluto. La piel de Freya ardía bajo su toque, como si tuviera la temperatura de una fragua.

— ¡Freya! — Su voz tronó, pero el sonido parecía amortiguado por la fiebre—. ¡¿Qué demonios te pasa?!

Y entonces, sucedió.

Él no sintió la furia de su lobo. Sintió un dolor agudo y punzante en el pecho, como si un cristal se rompiera bajo sus costillas. Fue repentino. Fue brutal. Se vio forzado a soltar una tos violenta, profunda, que lo hizo estremecerse.

Nicolás llevó el dorso de la mano a la boca. Cuando la retiró, la vio: sangre. No era un hilo, sino una mancha de sangre negra y espesa que contrastaba horriblemente con la seda de su traje.

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