Capítulo 3: La cacería al despertar

La luz me quemó los párpados.

Me desperté con un dolor punzante. No era una migraña de resaca; era un dolor que me partía la cadera y un ardor en cada músculo.

Abrí los ojos. La habitación era vasta, envuelta en tonos oscuros y lujo incomprensible. Las sábanas de seda que me cubrían eran extrañas, pero los rastros en ellas eran inconfundibles: fluidos no tan desconocidos y el sutil, pero ahora reconocible aroma a sexo.

Me incorporé, sintiendo la piel de mi cuerpo desnudo y tensa. Me revisé instintivamente. Había hematomas, pero lo más alarmante eran las marcas: mordiscos superficiales a lo largo de mi cuello y mis hombros.

¡Estúpida! ¡Estúpida, Freya! ¡Tenías que apaciguar el veneno no que te apaciguaran entre las piernas!

La voz de mi enfermera interior gritaba con furia. Había roto todas las reglas. Me había dejado atrapar por una droga de sumisión y por la presencia de un hombre cuyo poder me había anulado.

Con una punzada aguda en la cadera, traté de deslizarme fuera de la cama. Tenía que vestirme, llamar a un taxi, volver al hospital y fingir que la noche no había existido.

Pero mi plan se detuvo.

Antes de que mi pie tocara el suelo, una mano fría y fuerte se cerró alrededor de mi muñeca. El agarre era firme, no violento, pero absolutamente inquebrantable.

Me giré, el pánico congelado en mi garganta.

Ese hombre estaba despierto. Me miraba con esos ojos oscuros e intensos, sin un rastro de sueño, como si nunca hubiera estado dormido. Su cabello negro estaba ligeramente revuelto, y su pecho, cubierto por las sábanas, se movía con una respiración constante y profunda.

— ¿A dónde crees que vas, Omega? — Su voz era baja, grave, con la misma autoridad que había usado al tomarme.

— Tengo que irme — dije, luchando contra el dolor de la cadera y la vergüenza—. Lo que pasó anoche fue... un error químico. Por favor finjamos que esto nunca pasó.

Él me interrumpió, y su mirada se volvió peligrosamente posesiva.

— No fue un error. Fue algo que decidimos hacer voluntariamente.

Apretó suavemente mi muñeca. 

— Oh vamos, estábamos borrachos. — Traté de soltarme con cuidado. — Solo fue un incidente, cosa de una noche.

Al parecer se disgustó con lo que le dije, me respondió la cosa más absurda del mundo:

— Tú tienes que hacerte responsable de mí. 

Me acerqué a él, intentando apartarme, sintiendo cómo el frenesí de la droga intentaba resurgir ante su toque.

— No puedes. Yo en realidad-

— No me importan tus excusas, ni siquiera me importa si eres casada o no. — cortó, atrayéndome de nuevo a la cama —. Sé lo que eres para mí.

Me miró a los ojos, mis ojos fijos en los suyos.

Tenemos que casarnos, ahora. Eres mía. Y haré que el mundo sepa que eres la única cosa en este planeta que me pertenece.

Mi mandíbula se desencaja en ese momento.

— ¿Qué rayos? ¿Por qué le pides matrimonio a una mujer que acabas de conocer? — Reí con nervios mientras sigo intentando soltarme. — Es una locura, imposible que hables en serio.

Él sonrió, un destello oscuro y peligroso que me heló la sangre.

— Observa.

Con la mano que me tenía libre, alcanzó la mesita de noche. Mi respiración se cortó. De algún lugar de quién carajos sabe dónde, sacó una caja de terciopelo. La abrió. Dentro, brillaba un anillo de matrimonio Alfa con lo que parecían ser zafiros oscuros.

Allí estaba. Desnudo con el cuerpo lleno de marcas me ofreció el anillo.

— Tú me has reclamado a mí. Ahora te reclamo ante el mundo. Ponte esto. O te lo pondré yo.

Mi reacción no fue la de una Omega sumisa; fue la de una enfermera que defiende su vida y su autonomía. El dolor en mi cadera me recordó lo que había perdido anoche, utilicé toda la fuerza de mi brazo, la misma fuerza que usaba para levantar pacientes pesados y lo golpeé en el rostro. No fue un golpe fuerte, pero sí fue inesperado.

Él se quedó paralizado. La sorpresa absoluta se congeló en sus ojos. El anillo cayó de su mano, rodando sobre las sábanas de seda. Era mi única oportunidad.

— ¡¿Qué diablos está mal contigo?!

Salté de la cama, mi cuerpo desnudo y ardiente por la vergüenza y la ira. Mis ropas de la noche anterior, el vestido carmesí, estaban destrozadas en un rincón. Agarré lo que pude: una blusa de seda que parecía ser suya y unos pantalones que, por suerte, me quedaban a medio muslo.

Me vestí temblando, intentando ocultar mi rostro. 

— ¡Vuelve aquí, omega! — Su voz tronó, el rugido Alfa contenido. — ¡Tienes que casarte conmigo!

— ¡¿Estás mal de la cabeza?! ¡Ni siquiera te conozco! 

Agarré mi bolso del suelo y corrí hacia la puerta.

¡No huyas de tu Alfa! 

Abrí la puerta y salí disparada del vestíbulo de la suite. Apenas vestida, con el cabello pajoso y el corazón latiéndome a mil, corrí por el pasillo del hotel de lujo. Dejé atrás a ese maldito idiota que me persiguió apenas cubierto por una cobija blanca.

Mientras corría, solo podía pensar una cosa, la única palabra verdadera que podía darle:

¡Loco! ¡Estás absolutamente loco!

(...)

legué al Hospital Élite una hora tarde. Una hora. En mi vida de disciplina rígida, era un fracaso épico, una mancha tan grande como la que me cubría el rostro. Había tenido que robar un taxi y cambiarme de ropa en una gasolinera.

Estaba exhausta, afortunadamente ese imbécil no me persiguió casi desnudo fuera del edificio.

''Dios ¿Por qué siempre me mandas los locos a mí?''

Mi supervisora no me regañó; me destrozó.

— Navarro, esto es inaceptable. Tú no te puedes permitir esto. Tú eres mi Omega de baja resonancia. Te necesito estable, ¿entiendes? ¡Estable! Si tu vida personal es un desastre, déjala en la puerta. Tu trabajo es tu santuario. No vuelvas a decepcionarme.

La disciplina me hizo asentir. Asimilé el regaño como un castigo merecido. Mi trabajo, mi único refugio, estaba en peligro. No podía permitirme otro retraso como ese.

Me dirigí a mi taquilla, intentando obligarme a ser el "robot eficiente" del que se había burlado el médico de turno. Solo concéntrate en los signos vitales. Solo concéntrate en los medicamentos.

Pero el hospital se sentía diferente. La tensión en el ambiente no era la habitual de las urgencias; era una ansiedad dirigida, una especie de expectación depredadora.

Intenté empezar mi día normal. Mis primeros pasos fueron hacia el ala de larga estancia. Necesitaba ver a mi viejo noble.

Pero cuando me acerqué a su habitación, me detuve en seco. Había gente.

Un enjambre de trabajo que antes se quejaban del "olor a viejo" de la habitación, ahora rodeaban la puerta con falsas sonrisas.

— ¿Qué está pasando aquí? — pregunté, sintiendo un nudo de terror en el estómago.

Mi compañera de turno, una Beta llamada Clara que siempre me había mirado con resentimiento, se giró hacia mí. Sus ojos estaban inyectados de envidia y una furia apenas contenida.

— Vaya, la enfermera estrella por fin aparece — siseó Clara, cerrando el paso a la habitación —. El "viejo" ya no es tu proyecto personal, Navarro.

— Es mi paciente. Nadie quería atenderlo. ¿Por qué de repente están todos tan interesados?

Clara se rió, una risa seca y llena de veneno.

— ¡Oh, la pobre y humilde Freya no lo sabía! ¡Qué conveniente!

Se acercó a mí, susurrando con una intensidad que me erizó la piel.

— Lo sabías desde el principio, ¿verdad? Por eso lo cuidabas, por eso pagabas sus cuentas, por eso fingías ser la Samaritana sin aroma. Tú sabías quién era el Abuelo.

Mi mente se negó a entender. ¿El Abuelo?

— ¿De qué estás hablando, Clara?

— ¡El hombre que has estado mimando y ocultando es el Patriarca de la Corte Noche! ¡El maldito abuelo de Nicolás Montesco, Freya! ¡El líder de la manada, la familia dueña de este hospital y su principal inversor!

El impacto me dejó sin aire. Los Montesco son una de las familias más influyentes de todo el país, conocidos por ser herméticos en sus asuntos, el líder más joven, Nicolás, ni siquiera ha sido visto apropiadamente pero no existe persona que no conozca sobre sus hazañas desde muy joven.

— No sé de qué hablas — dije. —. Nunca he sabido su apellido. Es un anciano cualquiera ¿Cómo podría ser el abuelo Montesco?

No esperé una respuesta. Me abrí paso a empujones entre la multitud. Tenía que verlo. Tenía que preguntarle si había recuperado la memoria o si todas esas tonterías habían sido un engaño para que dejaran de menospreciarlo.

Entré en la habitación. Estaba limpia, tranquila... y entonces me congelé.

El viejo noble estaba sentado en su cama, con la misma mirada sabia y melancólica de siempre. Sonrió.

Pero de pie, junto a su cama, con el mismo color de traje oscuro, el mismo aire de pantera, y la misma intensidad oscura que anuló mis sentidos la noche anterior, estaba el Alfa loco y pervertido.

Mi mente tardó un segundo en conectar los hilos. Él se giró hacia mí, y el atisbo de rabia en sus ojos por el golpe que le di se transformó en una sonrisa victoriosa.

— Ah, Freya. Llegas a tiempo — La figura tranquila de mi amigo, el Abuelo, nos miraba a ambos con una calidez inusual. — Te presento a mi nieto, Nicolás.

— Abuelo — dijo Nicolás, su voz resonando con una autoridad que no dejaba lugar a dudas —. Parece que ya la conoces.. A la mujer con la que voy a casarme. 

Hizo una pausa dramática, saboreando el shock en mi rostro.

Luego, me obligó a encarar a mi viejo amigo, el presunto Patriarca. Apretó mi hombro, susurrándome al oído para que solo yo lo escuchara: "No vuelvas a huir, esposa.

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