Mundo ficciónIniciar sesiónAbrí los ojos por completo. Estaba en una suite privada, y a mi lado, en una cama idéntica, estaba Nicolás Montesco. Estaba pálido, pero despierto y con una bata de hospital. Nos observaba un doctor Beta de cabello gris, con una expresión de fascinación y absoluto terror.
— Doctor, ¿qué pasó?
El Beta asintió gravemente, mirando los monitores.
—Tuvieron un evento de colisión feromonal, Señorita Navarro. Una reacción extrema.
Me senté, sintiendo un nudo de miedo y rabia en el pecho. — Colisión... ¿qué?
—Verán — explicó el doctor, ajustándose las gafas—, su caso, Señorita Navarro, es único. Usted no es una Omega "sin aroma", sino una Omega Dominante. Su cuerpo no produce las feromonas dulces habituales, sino que está diseñado para absorber y contener cantidades masivas de feromonas Alpha. Es como una aspiradora biológica.
— Y él —c ontinuó, señalando a Nicolás, quien no dejaba de mirarme —, tiene un desborde incontrolable de feromonas Alpha Dominante. Es la enfermedad silenciosa de su linaje. Normalmente, cualquier otro Omega, o incluso un Alpha menor, que estuviera tan cerca de él se quemaría. Su sistema nervioso colapsaría por la sobrecarga.
Miró alternativamente a Nicolás y a mí, sus ojos brillando de descubrimiento científico.
—Usted, Freya, es la única que puede soportar esa carga. Su cuerpo absorbió el exceso de su sistema, evitando que colapsara. Y su propia estabilidad Alpha se debe a esa absorción. En otras palabras, el uno para el otro. Están hechos para estabilizarse mutuamente.
Sentí un escalofrío de repulsión. No era amor, ni destino. Era una necesidad biológica.
— Afortunadamente la Señorita Navarro, no ha sido marcada, ni está embarazada.
— ¡Perfecto! — Dije, saltando de la cama. Me dolía la cadera, pero ignoré el dolor —. No hay marca, no hay embarazo, no hay matrimonio. Me voy.
— ¡No! — Nicolás intentó levantarse, pero el doctor lo sujetó —. No, Freya. Necesitas quedarte.
— Señorita Navarro — dijo el doctor con urgencia —, su sistema está estabilizado por el momento, pero si se aleja de una fuente Alpha Dominante compatible, su cuerpo podría intentar compensar de forma violenta. Usted necesita recibir las feromonas de él para regularse.
Me enderecé ignorando las protestas del doctor y la mirada fija de Nicolás.
— No me importa tener una recaída en mi trabajo. Yo soy la Enfermera Navarro. Y me estabilizaré a mí misma.
Sin darles tiempo a reaccionar, salí de la suite. Necesitaba aire. Necesitaba deshacerme de mi ira y de la sensación de que mi cuerpo me había traicionado.
Caminé por los pasillos de larga estancia. Ni siquiera sé dónde demonios estoy pero es una casa incréiblemente grande y solitaria, sin trabajadores ni siquiera. No sé por cuánto tiempo permanecí vagando observando, explorando, escondiéndome. Pero finalmente vi una habitación entreabierta.
Pero al acercarme, escuché voces. La puerta estaba entornada. Me detuve en seco, pegándome a la pared.
— ...Es la única manera, Nicolás.
Era el Abuelo. Su voz, normalmente suave, estaba teñida de seriedad y una urgencia inusual.
—Tu enfermedad te impide acercarte a las Omegas. Te impide establecer una familia. —El Abuelo tosió suavemente—. Tu desborde feromonal las quema. Y si no puedes demostrar que eres apto para el apareamiento, la junta del Clan... la junta te quitará el control. No podrás heredar apropiadamente.
El aire se hizo denso con el silencio.
—Necesitas la cura, muchacho.
Sentí el impacto de cada palabra. Mi mente, mi lógica de enfermera, se puso a trabajar: la enfermedad, la necesidad de un heredero para heredar el clan, la desesperación.
Una punzada de culpa y responsabilidad me atravesó. Nicolás no era solo un loco lujurioso. Era un Alpha Dominante condenado a la soledad y a perder su imperio por una dolencia genética. Y yo era, biológicamente, su única solución.
Esperé en las sombras hasta que la puerta se abrió. Nicolás salió, su rostro tenso y lleno de una frustración Alpha contenida.
— ¡Freya! — Se detuvo en seco al verme —. ¿Escuchaste...?
— Todo — lo interrumpí, mi voz ahora fría y firme, sin rastro de la pasión del colapso—. La enfermedad. La herencia.
Lo miré fijamente.
—Acepto hacer un trato, Señor Montesco.
Su expresión se transformó en una sorpresa total.
—¿Un trato?
—Sí. Te ayudaré. Seré tu... tu estabilizadora biológica. Mantendré tus feromonas a raya. Te ayudaré a sanar, a que tu cuerpo se acostumbre a la presencia de los omegas comúnes para que puedas heredar apropiadamente.
Di un paso hacia él, sellando la condición con mi mirada.
—Pero no voy a casarme contigo. No voy a ser tu esposa ni tu posesión. Solo soy tu enfermera. Y en cuanto te estabilices.., en cuanto la junta te acepte, me iré.
El silencio fue absoluto. Nicolás Montesco me miró..
—Nadie —dijo, su voz baja y cargada de una mezcla de admiración y furia—. Nadie en mi vida me ha rechazado tantas veces, Freya Navarro.
—Ahora hay una primera vez para todo —respondí, dándole la espalda para caminar hacia la habitación del Abuelo—. Es mi trato. Tómalo o déjalo.
...
A veces realmente pienso que soy demasiado fácil de manipular..
Mis tacones de aguja resonaban contra el mármol pulido. El traje, ajustado hasta el punto de ser casi doloroso, resaltaba cada curva, cada hundimiento de mi cintura antes de ensancharse en mis caderas. Los pezones, ya duros por la anticipación, rozaban contra el material con cada respiración, enviando pequeños espasmos de placer directamente entre mis piernas.
La puerta de la suite estaba entreabierta, como si él supiera que llegaría pero no se molestara en disimular. Nicolás estaba sentado en un sillón de cuero oscuro, las piernas ligeramente separadas. Llevaba un traje impecable, pero la corbata estaba aflojada.
—No me digas que no te excita verme así — Mis caderas se balancearon con cada paso que di hacia él, el látex crujiendo suavemente.
—¿Y si no quiero obedecer? —preguntó, su voz baja y áspera. Sus manos no se movieron.
Una ola de frustración me recorrió. No podía ser. Nunca había fallado como enfermera. Nunca. Y esta vez tampoco sería la excepción. Pero Nicolás seguía allí, inmóvil, como si fuera inmune.
—Todos quieren obedecer, al final —respondí, acercándome un paso más. —Solo necesitas el estímulo correcto.
Me arrodillé frente a él con una gracia felina, mis muslos presionando contra el suelo alfombrado mientras mis manos se posaban en sus rodillas. El calor de su cuerpo atravesaba la tela de sus pantalones, pero su miembro seguía flácido, indiferente. Así que cambié de táctica.
Mis uñas rozaron el bulto de su cremallera, el sonido del metal al descender llenó el espacio entre nosotros. Nicolás contuvo el aliento, pero no se movió para detenerme. No cuando mis dedos se deslizaron dentro de sus calzoncillos, no cuando saqué su polla y la envolví con una mano, por un segundo, sentí cómo su cuerpo se tensaba. Ahí estaba. La grieta en su armadura. —Puedo hacerte gemir. Puedo hacerte rogar. Solo tienes que dejarte llevar...
Pero entonces, el talón de mi bota se enredó en el borde de la alfombra persa. El mundo se inclinó, y antes de que pudiera reaccionar, caí hacia adelante, mis pechos chocando contra su torso con un golpe húmedo y caliente. El látex resbaló contra su camisa. Mis manos se aferraron a sus hombros para no caer de bruces, y mi boca quedó a centímetros de la suya, mi respiración entrecortada.
—Joder —maldije entre dientes, pero entonces lo sentí.
Un cambio.
Su polla, antes dormida, ahora palpitaba contra mi vientre, endureciéndose con una velocidad casi dolorosa. Un gemido bajo escapó de sus labios, y sus manos—esas manos grandes y callosas—se clavaron en mis caderas, sus dedos hundiéndose en la carne a través del látex. El aroma en la habitación se volvió denso, embriagador: mis feromonas. Se habían liberado con el contacto, con la sorpresa, con la humedad de mi piel sudorosa pegada a la suya.
—Freya... —su voz era un gruñido, un sonido animal que vibró contra mi pecho.
Levanté la mirada, mis labios curvándose en una sonrisa triunfal. Ahí estaba.
—Parece que he encontrado la clave para despertarte —ronroneé, mis manos deslizándose hacia abajo para envolver su polla, ahora completamente erecta, gruesa y palpitante bajo mis dedos. El glande estaba húmedo.
Nicolás no respondió con palabras. En su lugar, me atrajo hacia sí con un movimiento brusco, su boca estrellándose contra la mía en un beso que no era tierno, sino hambriento. Sus labios eran duros, exigentes, su lengua invadió mi boca con una urgencia que me hizo gemir. Mis pechos se aplastaron contra su pecho, los pezones dolorosamente sensibles rozando la tela de su camisa, y sentí cómo el látex se pegaba a mi piel sudorosa.
Sus manos subieron, agarrando mis senos con una posesividad que me hizo arquear la espalda. Los apretó, amasó, sus pulgares rozando mis pezones a través del material hasta que un gemido escapó de mi garganta, ahogado por su boca. Yo no era la única que estaba perdiendo el control. Su cadera se levantó, frotando su polla contra mi vientre, el movimiento desesperado, casi salvaje.
—Necesito sentirte —gruñó contra mis labios, sus dientes mordisqueando mi labio inferior hasta hacerlo doler. —Quítate este puto traje.
—No —jadeé, empujándolo suavemente hacia atrás hasta que su espalda chocó contra el respaldo del sillón. —Yo mando aquí. Tú te quedas quieto.
Mis dedos se movieron hacia el cinturón de sus pantalones, desabrochándolos del todo antes de tirarlos hacia abajo junto con sus calzoncillos. Me lamí los labios, sintiendo cómo mi propia excitación empapaba el látex entre mis piernas.
—Freya, por favor... —su voz era un ruego, pero sus ojos seguían desafiantes. Como si incluso ahora, incluso con su polla goteando por mí, aún no estuviera dispuesto a someterse del todo.
Sonreí, bajando mi boca hacia su cuello. Mis labios rozaron su piel, mi lengua trazando un camino húmedo hasta su oreja.
—Vas a suplicar, Nicolás —susurré, mordiendo su lóbulo con suficiente fuerza para hacerle jadear. —Y cuando lo hagas... tal vez te dé lo que quieres.







