La doctora había hablado con ella, le había pedido no verme, pero no podía quedarme fuera para siempre.
Era hora de hablar.
Tantas horas de incertidumbre no eran nada bueno.
Empujé la puerta despacio, el chirrido mínimo rompiendo el silencio. Ella estaba recostada en la camilla, pálida contra las sábanas blancas, su cabello rojo esparcido sobre la almohada como un fuego apagado. Su mano descansaba sobre el vientre, un gesto protector que me rompió el corazón. Los monitores pitaban rítmicamente, marcando los latidos de las gemelas —fuertes, constantes—, y el alivio me invadió de nuevo, pero mezclado con la culpa que me carcomía. Me acerqué, mis pasos silenciosos sobre el linóleo, y me senté en la silla al lado de la cama. Ella abrió los ojos, su mirada verde encontrando la mía, y por un segundo, vi el dolor allí, crudo y profundo.
—Camila —susurré, mi voz ronca por las horas de silencio—. ¿Cómo te sientes?
Ella me miró un momento, sus ojos hinchados por el llanto, pero su expresión er