El sol se cuela por los ventanales de la casa de campo, bañando la mesa de madera con un resplandor dorado. El aroma del café recién hecho y el pan tostado llena el aire, pero mi atención está en Camila, sentada frente a mí, con una taza entre las manos.
Lleva una de mis camisas, demasiado grande para ella, las mangas arremangadas, el cuello abierto dejando ver la curva de su clavícula. Anoche, su “no” en el porche me dejó ardiendo, pero también con una certeza: no puedo seguir posponiendo la verdad. No después de lo que hemos vivido, no después de sentirla tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Ha sido corto tiempo a su lado, pero de una manera tan intensa.
—Come algo —digo, empujando un plato de croissants hacia ella. Mi voz suena más calma de lo que siento, pero mis dedos tamborilean en la mesa, traicionando mi inquietud.
—No tengo mucha hambre —responde, dando un sorbo al café, sus ojos fijos en el lago que se ve por la ventana. Hay una distancia en su mirada, una barrera que lev