El amanecer en la casa de campo era un espectáculo que no merecía. Los rayos del sol se filtraban entre los pinos, pintando el lago de un dorado líquido que me llamó desde la ventana del dormitorio. No podía respirar con Leonardo tan cerca, con su presencia llenando cada rincón de este maldito paraíso rústico. Necesitaba aire, espacio, algo que me recordara que seguía siendo yo, no su Cherry, no su posesión.
Me puse una camisa suelta que dejé desabotonada. Sin mirar atrás, salí de la casa, mis pies descalzos sintiendo la hierba húmeda mientras caminaba hacia el lago.
El agua estaba fría, un shock delicioso contra mi piel cuando me sumergí. Nadé hasta el centro, dejando que el silencio me envolviera, que el frío calmara la furia que aún ardía en mi pecho desde el aeropuerto, desde ese contrato que él quería que firmara. Pero no podía escapar de él, no realmente. Lo sentí antes de verlo: esa corriente en el aire, ese cosquilleo en mi nuca. Me giré, y ahí estaba, en la orilla, con una ca