Inocencia robada
La brisa del atardecer en el refugio de Escocia traía consigo un aroma a pino y libertad, pero para Sophie y Logan, era un recordatorio de lo frágil que era su paz. Sentados en la mesa de trabajo, con una ventana abierta al jardín, el murmullo de las hojas y las risas de sus hijos contrastaban dolorosamente con lo que leían en pantalla.
Los trillizos —Liam, Noah y Alex— corrían entre los árboles, lanzando una pelota que flotaba un segundo en el aire antes de que Liam la desviara con un leve gesto de la mano. Noah reía con la cabeza echada hacia atrás, mientras Alex, concentrado, intentaba imitar el movimiento. Gertrude los vigilaba desde un banco, con una taza de té humeante entre las manos, los ojos fijos en ellos con una mezcla de ternura y alerta maternal.
Dentro, Sophie —aún recuperándose del colapso genético sufrido en Ámsterdam— hojeaba los informes en un portátil seguro. Sus manos estaban frías, aunque el fuego ardía en la chimenea. Logan, a su lado, seguía el