En un rincón oscuro de la ciudad, lejos de los reflectores y las cámaras, Lucas se deslizó por un callejón estrecho hasta un edificio anodino, un escondite secreto que Juliana había asegurado con los recursos de su padre, Walter Raines. La puerta de acero se abrió con un chirrido, y Lucas entró, su figura atlética envuelta en un abrigo negro, sus ojos brillando con la astucia de un depredador.
Juliana lo esperaba en una habitación austera, iluminada solo por una lámpara tenue. El cuero del sofá crujía bajo su peso; sus piernas cruzadas como una trampa, su vestido negro pegado a la piel como una segunda capa. El cabello rubio caía en ondas desordenadas sobre sus hombros, y en su mirada ardía algo más peligroso que el odio: hambre. El tipo de hambre que los psiquiatras no curaban.
Lucas se acercó, la sonrisa fría dibujándose en su rostro como una grieta antes de un derrumbe.
—Todo está funcionando, Juliana —murmuró, su voz como terciopelo empapado en veneno—. El artículo ha golpeado a