Capítulo sesenta y uno. Nada les pasará.
La luna se alzaba sobre Atenas como un testigo silencioso.
Desde la terraza del ático, Andreas observaba la ciudad iluminada, con una copa de vino en la mano y una tormenta en el pecho.
Cada sonido, cada sombra, parecía anunciar el regreso de algo que había jurado enterrar.
En el interior, Ariadna mecía a Helios en sus brazos.
El bebé dormía tranquilo, su pequeño puño cerrado alrededor del dedo de su madre.
Ariadna lo miraba con esa mezcla de ternura y vulnerabilidad que sólo las madres conocen.
El mundo podía desplomarse afuera, pero en ese instante, sólo existía la respiración pausada de su hijo.
Andreas entró sin hacer ruido.
Se acercó a ella, besó la cabeza del niño y luego su frente.
—Está hermoso —susurró.
—Como su padre —respondió Ariadna, sonriendo—. Aunque espero que no herede tu carácter.
—No te prometo nada —dijo él con un brillo de humor que duró apenas un segundo.
Ella lo miró con atención, notando ese gesto en su rostro: el mismo