Capítulo treinta y siete. No quiero que él lo sepa.
La villa estaba en calma, un contraste absoluto con el torbellino mediático que había estallado tras la conferencia de Andreas. Las luces de la ciudad titilaban a lo lejos, pero en el interior, todo parecía un refugio apartado del mundo.
Ariadna estaba recostada en el sofá, envuelta en una manta ligera. Andreas apareció con dos tazas de té humeante.
—Podría haberte traído vino —dijo con una sonrisa cansada—, pero creo que esto te sentará mejor.
Ella lo miró con ternura y aceptó la taza.
—Has hecho demasiado por mí hoy. No sé cómo agradecerte.
Andreas se sentó a su lado, estirando un brazo sobre el respaldo del sofá. Sus ojos brillaban con una intensidad que la hizo estremecer.
—No tienes que agradecerme nada, Ariadna. Tú eres la razón por la que sigo luchando.
Un silencio lleno de electricidad se tendió entre ambos. Ella bajó la mirada, pero Andreas inclinó su mano bajo su barbilla y la obligó a mirarlo.
—Deja de pensar en lo que vie