El aire olía a tierra húmeda cuando Dayleen cruzó el umbral de la manada de Tierra. A su lado, Annika caminaba en silencio, con los labios curvados en una sonrisa tranquila. Ambas volvían distintas. Más llenas. Más despiertas. Ver a su prima sonreír le dió la tranquilidad que necesitaba, sabía que podía confiar en ella. No era como Aria, una perra gigante capaz de incluso orquestar el asesinato de su propia tia y prima. Un escalofrío recorrió su piel al volver a pensar en su madre. Cada vez que volvía el pensamiento de ella, un dolor sordo le llenaba el alma y sentía que se desgarraba en pedazos de recordar sus gritos, su sangre... Y su silencio. El que le dijo sin ninguna duda que su madre ya no existía más. «Deja de atormentarte y sigue caminando. Vuelve a recordar los últimos días, eso es felicidad. Y ahora déjame descansar, que tratar de ocultar el aroma de los cachorros me está drenando la energía», expresó su loba con un bostezo.Puso los ojos en blanco. Ella siempre alard
Con el corazón latiendo ansioso, ambas lobas siguieron al Alfa Tauriel por el bosque. El sol entraba a raudales entre las ramas, iluminando su camino. Se estaban adentro cada vez más, por lo tanto los árboles también se espesaron. Cuando menos se dió cuenta, tuvieron que usar faroles para seguir viendo su camino. Bueno, más concretamente: Dayleen.No tener a su loba completa, significaba que su vista no se adaptaba a la oscuridad. Y ella tampoco tenía un nombre, no mientras estuviera semi-despierta. Por eso dormía tanto, se la pasaba cansada. Le dolía saber que por su culpa, por su debilidad, ella no podía disfrutar del todo tampoco.Entonces llegaron hasta la pared de una caverna. Alzó la cejas, volteando a ver si había otro lugar a donde ir; pero no, el Alfa se paró directamente frente a la pared, la cual estaba cubierta de un montón de enredaderas y ramas.—Esto... ¿Hay algo que debamos hacer o...? —empezó a decir ella para romper el silencio, pero él alzó una mano en el aire para
El aire en la manada de Tierra era espeso, cargado de tensión y murmullos silenciosos entre todos. Sebastián descendió de su caballo con movimientos calculados. Su armadura aún relucía, pero las sombras en su rostro hablaban de días sin descanso. Lo flanqueaban dos de sus betas más leales, pero ni siquiera su presencia servía para aplacar la sensación de que estaban siendo observados desde cada rincón. Su lobo estaba apaciguado, saber que no se deshizo del recuerdo de su unión afianzó su confianza con él. Se sentía fortalecido por su energía vibrante, Zeque tenía ganas de desgarrar algunas gargantas por dejar a su gente sin comida. Los guerreros de Tierra lo escoltaron en silencio hasta la Sala de Audiencias, una estructura tallada directamente en la piedra de una montaña baja, con columnas de raíces vivas que crujían levemente al pasar. Siempre había sentido que en la manada de Tierra todo parecía estar vivo, era espeluznante. Allí lo esperaba el alfa Tauriel, un hombre de piel
Tenía que arreglar la situación a como diera lugar. —Se equivoca, me temo que tiene una idea errónea de nuestra posición en estos momentos. Nosotros no somos el enemigo —dijo con voz cortante. Y era verdad, él vivía su vida en paz. Si no había podido darles orbes de luz era por la maldición de su Diosa, y las armas salían débiles por las ramas igual de frágiles. ¿Por qué carajos parecía que todo era una especie de karma por lo que sucedió con su mate? —Yo me remito a las pruebas, y mi gente también. Todos asintieron a las palabras de Tauriel. —Si no pueden darnos orbes de luz ni armas, ¿cómo podemos seguir negociando con ustedes? —le pregunto con una ceja alzada. Pero su lobo, Zeque, no prestaba atención a la política. «Está cerca», su voz rugía en el pecho de Sebastián. «La siento. El alma de… la loba… ¡Dayleen!», exclamó con un jublo inexplicable. Parecía un cachorrito bailando en círculos en su interior de pura felicidad ante la idea de estar cerca de su alma gemela.
Dayleen caminaba por uno de los pasillos bajos de piedra caliza, donde la humedad escurría por las paredes y el olor a tierra lo invadía todo. La ciudadela subterránea era silenciosa la mayor parte del tiempo en la periferia, todo el bullicio se concentraba en el centro. La actividad "especial" de la manada de Tierra se concentraba en las zonas altas de la cueva, pero ella no tenía permiso de subir. Annika le dijo que ahí es donde cultivaban las hierbas mágicas y era un privilegio poder verlo. Respiro hondo cuando su amiga la empujó a seguir caminando. —Date prisa, no tengas miedo. Los dejaré para que hablen a solas, seguro tendrás muchas cosas que preguntarle —le susurró su prima con una sonrisa y se regresó al centro de la cueva. Se detuvo al ver a un hombre mayor sentado en un banco de madera. Era robusto, tenía cicatrices en el rostro y un bastón metálico apoyado a su lado. Sus ojos, oscuros y pequeños, la escudriñaron con atención, como si ya supiera quién era. —Dayleen Mc
En la manada de Agua, Xavier había regresado en silencio. Los guerreros saludaron con respeto cuando cruzó la plaza principal. Entró en su casa sin decir palabra. Estaba agotado. Pero no físicamente. Era otra clase de peso. Tres de sus concubinas lo esperaban en el cuarto central, uno no tenía nada de ropa encima. Todos sabían que en días así necesitaba paz. Las visitas a la frontera lo dejaban muy tenso, porque técnicamente era como tensar una cuerda y esperar que nadie dispare la flecha. Y ellas creían que esa tensión podía aliviarse de forma simple. —¿Quieres relajarte, Alfa? —dijo una, sentándose a su lado y desatando el nudo de su cinturón. —Te extrañamos —añadió otra, subiendo su túnica hasta mostrar sus piernas inmaculadas. Las tres eran muy hermosas, no las habría escogido si no fuera así. Le gustaba como Renee arqueaba el cuerpo cuando la hacía suya, o a Lyra y su delicada espalda cuando la tomaba por detrás... por no hablar de las hermosas piernas cremosas de Nür. Pe
Un día después, seguían intentando negociar ambas manadas para el beneficio de ambas. Pero ninguna daba su brazo a torcer, el batallón de Sebastián aguardaba afuera para recibir sus indicaciones.Y cuando estaban hablando sobre las cantidades que necesitaban para reabastecerse de carne... algo pasó.En el subsuelo de la manada de Tierra, el sonido cambió. Un crujido recorrió las paredes. Las piedras vibraron. El escudo protector emitió un zumbido bajo, parpadeo un par de veces con agonía y finalmente murió. Se extinguió como si hubiera sido drenado por completo.Todos vieron como el escudo se hacía tangible, y una masa oscura se derretía contra el suelo. Toda la cúpula que solía ser su escudo protector, ahora era una burbuja negra llena de peste, parecía enferma y marchita.Se quedaron boquiabiertos mirando el horroroso espectáculo. Nunca, nunca le había pasado nada a su escudo. Procuraban reforzarlo siempre con las hojas y la sangre fresca de la manada, era un escudo prácticamente vi
Dayleen se sentía extraña desde que abrió los ojos. Su cuerpo estaba caliente, como si la fiebre comenzara a recorrerle los huesos. Pero no era como una enfermedad común. Era algo más… interno. Su loba estaba inquieta, gruñía en su mente de forma errática, jadeante. «Lo necesito...» Su voz se escuchaba entrecortada. Ansiosa. Nunca antes había sido así. «Zeque...» Dayleen se quedó inmóvil. Sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Había dicho el nombre del lobo de Sebastián? No, no… no podía ser. Ese vínculo había sido mancillado. Ya estaba casi roto. «No está roto. Está dormido», corrigió su loba con un gruñido. La energía la empujó hacia el suelo. Se llevó las manos al pecho, respirando con dificultad. El calor se concentraba en su hombro izquierdo, y un hormigueo extraño subía por su cuello. Se quitó la blusa con rapidez y lo vio: el tatuaje en forma de media luna que alguna vez creyó una marca sin sentido… brillaba. Brillaba como si hubiera estado esperando despertar.