Narrador omnisciente
El auto todavía olía a café tibio y desinfectante barato cuando Lisa estacionó frente al colegio. El cielo tenía ese color grisáceo de las mañanas que no terminan de despertar, y los alumnos caminaban apurados entre mochilas, uniformes arrugados y murmullo de conversaciones.
Mara observaba a su madre desde el asiento de atrás. La mujer intentaba sonreír, pero esa sonrisa le temblaba en el borde, como si estuviera hecha de papel húmedo. La directora había aceptado no expulsarlos después de la pelea del día anterior, pero la forma en que la mujer habló —como si los estuviera perdonando solo para evitar más problemas— seguía perforando el pecho de Mara. Sentía el peso de la culpa mezclado con algo peor: la sensación de que algo en su familia estaba roto desde hacía mucho.
Mateo, en cambio, tenía la mirada clavada en la ventana. No hablaba. No había hablado desde que se despertaron. Ni siquiera refunfuñó cuando Lisa les pidió, por favor, que se comportaran. La pelea