Narrador omnisciente
Mara estaba sentada al borde de la cama, con las rodillas abrazadas y la mirada fija en las sombras que la lámpara proyectaba en la pared. Mateo, en cambio, caminaba de un lado al otro de la habitación como si la alfombra fuera demasiado chica para la inquietud que tenía adentro. Los dos seguían con la respiración un poco acelerada, todavía calientes por la discusión que habían tenido horas antes.
—Igual no tenían por qué decirnos eso —murmuró Mara, rompiendo el silencio.
Mateo frenó de golpe.
—Lo dicen porque pueden —respondió con los puños apretados—. Porque somos solamente nosotros, mamá y la abuela.
Mara levantó la vista.
—¿Y qué querés que tengamos? —preguntó con un hilo de voz, como si ella misma tuviera miedo de la respuesta.
Mateo dudó un segundo. Después tragó saliva y miró hacia la puerta cerrada.
—Si papá estuviera acá… —dijo bajito—. Nadie nos trataría así.
Mara se quedó inmóvil y Mateo continuó.
—No nos mirarían raro, no dirían esas