Lisa
La sala olía a café frío y a papeles viejos. Frente a mí, el oficial escribía sin mirarme demasiado, con ese gesto mecánico que tienen las personas acostumbradas a escuchar historias feas. Tenía las manos entrelazadas sobre la mesa y el reloj de su muñeca marcaba las ocho y algo de la mañana. No podía dejar de mirarlo, como si el tic tac me ayudara a mantenerme cuerda.
—¿Desde cuándo ocurre esto, señorita? —preguntó finalmente, sin levantar la vista de la hoja.
Tragué saliva. No sabía por dónde empezar.
—Desde que tengo uso de razón —dije al fin—. Siempre fue igual. Siempre… ella gritando, él golpeando. Y yo ahí, mirando, sin poder hacer nada.
El bolígrafo del policía se detuvo. Alzó los ojos, me observó un segundo y asintió despacio, como si ya hubiera escuchado esa frase mil veces.
—¿Nunca antes habían hecho una denuncia?
—No —respondí—. Cada vez que intentaba hacerlo, mi mamá me lo impedía. Me decía que no lo entendía, que él era así solo cuando se enojaba, que lo amab