Capítulo 26 ¡ya basta!

Lisa

Llegué a casa con la cabeza a punto de estallar. No podía creer lo que había hecho en la universidad. No podía creer que me hubiera parado frente a toda la clase para decirle eso a Cristian.

“¿A usted le pagan por enseñarnos o por coquetearle a todas las alumnas?”

Las palabras todavía me resonaban en la mente, tan claras, tan impulsivas, tan… mías.

Tiré la mochila sobre el sofá y me dejé caer. Tenía las manos temblando y el corazón acelerado. No sabía si de rabia, vergüenza o ambas cosas. Cerré los ojos, intentando calmarme, pero entonces escuché algo que me hizo abrirlos de golpe.

Un grito.

Provenía del pasillo, del cuarto de mis padres.

Primero fue un grito ahogado, después otro más fuerte.

Me levanté de un salto. El estómago se me encogió. No necesitaba mirar para saber lo que estaba pasando.

—No otra vez… —susurré, con un nudo en la garganta.

Corrí hacia el cuarto. La puerta estaba entreabierta. Desde allí escuché la voz de mi madre, quebrada, y la de mi padre, más alta, más furiosa.

—¡Te dije que no me contestes! —gritó él.

—Por favor, basta… —sollozaba ella.

Entré sin pensar. Lo vi levantar la mano y sentí cómo la sangre se me helaba.

—¡Basta! —grité, corriendo hacia ellos.

Intenté interponerme, pero su empujón me lanzó contra la pared. El golpe me dejó sin aire.

Mi madre corrió hacia mí, llorando.

—Lisa, no te metas, por favor —me suplicó.

—¿Cómo que no me meta? ¡Está loco! —le grité, levantándome.

Él me miró con los ojos encendidos, respirando agitado.

—Te estás buscando un problema, mocosa.

Temblaba, pero no retrocedí.

—No pienso seguir viendo cómo la golpeas.

Corrí al living, agarré el teléfono con las manos temblorosas y marqué el 911.

—Policía, por favor, necesito ayuda. Mi padre está agrediendo a mi madre —dije entre lágrimas.

La operadora me pidió la dirección, los datos, que permaneciera en la línea.

Mientras hablaba, escuchaba los gritos detrás. Me mordí el labio con fuerza, queriendo que la patrulla llegara ya.

Dejé el teléfono sobre la mesa y volví al cuarto. Mi madre estaba en el suelo, él seguía gritándole cosas ininteligibles.

Me interpuse de nuevo.

—¡Ya basta! —le grité—. ¡Ya llamé a la policía!

Esa frase lo detuvo por un segundo. Se giró hacia mí con una expresión que nunca voy a olvidar. Era una mezcla de odio y sorpresa.

—¿Qué hiciste? —dijo entre dientes.

—Te van a llevar preso —respondí. Mi voz temblaba, pero no aparté la mirada.

Él se acercó y me empujó de nuevo. Caí al suelo, golpeándome el brazo. Mi madre gritó mi nombre, trató de ponerse entre nosotros, pero él la apartó.

Escuché las sirenas a lo lejos.

Por primera vez, sentí alivio.

En cuestión de segundos, la patrulla se detuvo frente a la casa. Dos oficiales entraron corriendo, gritando que se hicieran a un lado. Mi madre lloraba, rogándoles que no lo arrestaran.

—No, por favor, no fue nada, solo fue una discusión —decía entre sollozos.

—Señora, hay señales de agresión. No podemos ignorarlo —respondió uno de los policías, mientras el otro sujetaba a mi padre.

—¡Suéltenme! —gritó él, forcejeando—. ¡Esto es asunto de familia!

—Usted viene con nosotros, señor —dijo el oficial con firmeza.

Mi madre trató de detenerlos, agarrándole el brazo, pero él se soltó.

—¡Lisa! —me gritó, mientras lo sacaban por la puerta—. ¡Te vas a arrepentir de esto! ¿Me escuchas? ¡Te vas a arrepentir!

Su voz resonó en toda la casa, como un eco que se negaba a desaparecer.

Me quedé de pie, inmóvil, con las manos temblorosas, mirando cómo se lo llevaban esposado. Mi madre lloraba, repitiendo una y otra vez que todo era un malentendido.

—Mamá, ya está —le dije, intentando acercarme.

—No, no entiendes… —sollozaba—. Lo van a meter preso, y todo por tu culpa.

Me dolieron esas palabras más que el golpe.

Quise responder, pero no pude. Solo me quedé mirándola, sin saber si llorar, gritar o salir corriendo.

Los oficiales se despidieron, diciéndome que más tarde me llamarían para hacer la denuncia formal. Asentí sin mirarlos. Apenas se fueron, el silencio cayó sobre la casa como una losa.

Mi madre se encerró en su habitación. Yo me quedé en el pasillo, con el corazón latiendo tan fuerte que me dolía el pecho.

Me acerqué a la ventana y vi cómo subían a mi padre al patrullero. Justo antes de que la puerta se cerrara, me miró otra vez.

Esa mirada…

Fría. Vacía.

Y la voz que me dijo, por última vez:

—Te vas a arrepentir, Lisa.

La puerta del patrullero se cerró, las sirenas se encendieron, y el auto desapareció calle abajo.

Me quedé ahí, en silencio, sintiendo que algo dentro de mí se había roto para siempre.

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