Capítulo 25 Celos

Lisa

No dormí casi nada esa noche. Después del beso, Cristian se negó a irse. Decía que tenía miedo de que me arrepintiera en cuanto cerrara la puerta.

Pasé horas tratando de hacerlo entrar en razón, repitiéndole que si alguien lo veía salir de mi departamento a las tres de la mañana, ambos íbamos a meternos en un problema monumental. Él se reía, como si todo fuera una broma.

—Solo cinco minutos más —decía cada vez que intentaba levantarse.

Y esos cinco minutos se convirtieron en casi tres horas.

Cuando por fin logré que se fuera, el sol ya empezaba a asomarse. Cerré la puerta, apoyé la frente contra ella y respiré hondo.

Estaba agotada, confundida y, sobre todo, molesta conmigo misma. ¿Por qué lo había besado? ¿Qué parte de mi cerebro pensó que eso era buena idea?

Dormí apenas dos horas, lo justo para no parecer un zombie en la universidad. Me vestí sin ganas, agarré mis cosas y salí, repitiéndome mentalmente que todo iba a volver a la normalidad. Que lo del beso había sido un impulso, una tontería.

El día transcurrió como cualquier otro. Clases aburridas, profesores indiferentes, ruido en los pasillos. Intenté distraerme hablando con mis compañeras, fingiendo que nada pasaba. Pero en el fondo, mi mente no paraba de recordarme su voz, su mirada, la forma en que me había dicho que me haría feliz toda la vida.

Cada vez que pensaba en eso, me daba rabia. No por lo que dijo, sino por lo que me hizo sentir.

Para la hora de su clase, ya estaba nerviosa. No quería verlo. No sabía cómo mirarlo después de lo que había pasado. Me repetí mil veces que era mi profesor, que eso debía bastar para poner un límite.

Entré al aula antes de que él llegara. Me senté en mi lugar de siempre, fingiendo revisar mis apuntes. El murmullo de los demás llenaba el ambiente. Un grupo de chicas reía cerca de la puerta. Una de ellas —Carla, creo que se llamaba— llevaba un perfume tan fuerte que invadía todo el lugar.

Y entonces él entró.

El corazón me dio un vuelco involuntario. Llevaba una camisa oscura, las mangas arremangadas, ese aire tranquilo que lo hacía parecer dueño de todo el lugar. Saludó con su voz pausada y empezó la clase como si nada hubiera pasado. Como si anoche no hubiera estado en mi cama, diciéndome que la luna había decidido que yo era suya.

Lo odié un poco por eso. Por su capacidad de actuar como si todo fuera normal.

Intenté concentrarme en lo que explicaba. Tomé notas, fingí estar interesada, pero mi mente no dejaba de viajar a la noche anterior. A cómo se había sentido su piel, a su sonrisa después del beso. Me forcé a mirar la pizarra, a escuchar sus palabras, hasta que una voz femenina rompió mi concentración.

—Profesor, no entendí esa parte —dijo Carla, una de mis compañeras

Al principio no le di importancia. Pero luego la vi levantarse de su asiento y caminar hasta el escritorio. Se inclinó un poco más de lo necesario, dejando ver demasiado, y él, por supuesto, se acercó para explicarle el ejercicio.

No estaba haciendo nada inapropiado. Lo sabía. Pero algo en su postura, en la forma en que ella lo miraba, me encendió una chispa en el estómago.

—Ah, ya entendí —dijo Carla, sonriendo con exageración—. Qué bien lo explica, profe.

Me revolví en la silla. Intenté mirar a otro lado, pero mis ojos volvían solos a ellos. A cómo ella se reía de todo lo que él decía, a cómo él le sonreía sin siquiera notarlo.

Mi compañera de al lado me susurró algo sobre el ejercicio, pero ni la escuché. Sentía el corazón acelerado, una mezcla de rabia y… celos. No quería admitirlo, pero era eso.

Celos.

Celos de una chica que ni siquiera era importante. Celos porque Cristian ni siquiera parecía notarme.

Yo, que me había pasado la noche discutiendo con él, intentando mantener mi distancia, ahora estaba a punto de perder la compostura frente a toda la clase solo porque otra se le acercaba demasiado.

Intenté calmarme.

Me dije a mí misma que era ridículo, que no tenía derecho a sentir nada, que no había nada entre nosotros.

Pero cada vez que la escuchaba reír, cada vez que lo veía inclinarse para explicarle algo, sentía que me hervía la sangre.

En un momento, Carla apoyó una mano en su brazo. Muy rápido, casi disimulado, pero lo hizo. Y él ni siquiera la apartó.

Ahí fue cuando lo sentí. Ese calor en el pecho, esa furia contenida que me subía a la cabeza.

Me incliné hacia adelante, mirándolos fijamente. Noté que algunos compañeros también empezaban a observar la escena, cuchicheando por lo bajo.

Cristian pareció darse cuenta del murmullo general y se apartó un poco, pero ya era tarde.

Yo ya no podía más.

Me levanté sin pensarlo. El ruido de la silla arrastrándose contra el piso llamó la atención de todos. Él me miró, sorprendido.

—¿Lisa? —preguntó.

No lo pensé. No medí mis palabras. Simplemente hablé, con la voz cargada de rabia, celos y orgullo herido.

—Profesor —dije, con un tono que heló el ambiente—, ¿a usted le pagan por enseñarnos o por coquetearle a todas las alumnas?

Un silencio sepulcral llenó el aula. Nadie se movió. Ni siquiera respiraron.

Cristian se quedó mirándome, sin palabras, con una mezcla de sorpresa y algo que no supe identificar. Carla dio un paso atrás, claramente incómoda.

Yo mantuve la mirada en él, el corazón latiéndome con fuerza, los ojos ardiendo.

Y, por primera vez, no me importó si había ido demasiado lejos.

No podía soportar verlo así. No después de todo lo que había dicho. No después de la noche anterior.

El silencio se volvió insoportable. Él abrió la boca, pero no alcanzó a responder.

Y ahí, justo ahí, sonó la campana que marcaba el fin de la clase.

Me di vuelta sin decir una palabra más, recogí mis cosas y salí del aula con el pulso desbocado, sabiendo que acababa de cruzar una línea

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