La mañana empezó con la misma rutina de los últimos días: una ducha rápida, una tostada mordida a medias, las náuseas habituales del embarazo ya no tan sorpresivas, y un suspiro largo frente al espejo. Me miré, por primera vez en mucho tiempo, sin desprecio. La chica de ojos cansados, mejillas suaves y vientre redondeado no era débil… era una mujer que había resistido una tormenta.
El uniforme del café colgaba del perchero, arrugado y con olor a azúcar quemada. Me lo puse despacio, cuidando mi barriga ya más notoria, y salí con el corazón apretado pero firme. El trabajo me mantenía ocupada, conectada con una rutina que ahora tenía sentido. Los clientes habituales, el aroma a café tostado, los sonidos del vapor de leche… todo me anclaba al presente.
Atrás quedaban los días en los que cada paso se sentía como un abismo.
Ethan me escribía poco. Ya no vivía pendiente de su nombre en la pantalla. Cada mensaje suyo llegaba con respeto, sin exigencias. Me contaba sobre sus avances, los días