Gael —ya lo llamo así en voz alta— se ha convertido en mi norte. Cada patadita suya, cada suspiro cuando me detengo a acariciar mi vientre, es una confirmación de que estoy viva, de que aún queda algo puro dentro de todo este desastre. He dejado de buscar respuestas en Ethan y empecé a encontrarlas en mí misma.
Sigo trabajando en el café. No es un gran empleo, pero al menos me da para comprar lo básico y me mantiene ocupada. Aprendí a hacer capuchinos con corazones dibujados, y una clienta me dijo que mis expresos tienen “alma triste pero dulce”. Sonreí. Sin saberlo, describió perfectamente quién soy ahora.
Las visitas a Ethan son cada vez menos frecuentes. No porque lo odie, no porque no lo extrañe —porque lo hago, y a veces de una manera que me desarma el alma—, sino porque descubrí que no necesito estar ahí todo el tiempo para que él quiera cambiar. Eso es suyo, no mío. Y aunque me duela, también aprendí a dejar de cargar con su proceso.
A veces me escribe cartas. Algunas son confu