El aire cortaba como cuchillas. El silencio, apenas roto por el crujir de las hojas bajo las botas de Lautaro, era un presagio. Afuera de la cabaña, el mundo parecía contener la respiración. La luna, alta pero oculta entre las ramas, lanzaba destellos pálidos sobre su rostro empapado de sudor y miedo. Su cuerpo dolía, la piel de sus muñecas ardía por las marcas que le habían dejado las cuerdas, pero ya no importaba.
Sabía que ella —la Rusa— había salido con sus hombres. Sabía también que las chicas estaban ahí, escondidas, intentando no hacer ruido. Y que si él no actuaba ahora, no habría oportunidad.
Caminó despacio entre los árboles, su respiración era un susurro. Los sonidos del bosque —un búho distante, el viento golpeando las copas, el crujir de una rama rota— se mezclaban con el tambor incesante de su corazón. En su cabeza solo giraba una idea: tiene que terminar hoy.
A unos metros, pudo verla. La Rusa avanzaba con una linterna en una mano y una pistola en la otra, su silueta re