El partido había terminado hace apenas una hora. Los chicos se habían duchado y cambiado, pero aún quedaban restos de transpiración, cansancio y emoción flotando en el aire. Algunos seguían en el vestuario, otros ya se habían ido a celebrar con sus familias o a casa.
Lautaro se quedó sentado en uno de los bancos de madera, con la camiseta número 10 en la mano. La apretaba como si tuviera vida, como si en esa tela estuviera guardado todo lo que había vivido ese día. No había jugado, pero sentía que había sido parte de cada jugada, de cada grito, de cada corazón latiendo al borde del colapso.
Mientras miraba al suelo, oyó pasos acercarse. Levantó la vista. Era Tiago.
Por un instante, se tensó. Pero Tiago no traía la mirada desafiante de siempre. Se sentó a su lado, dejando un espacio entre los dos. No dijo nada al principio. Solo suspiró.
Lautaro fue el que rompió el silencio.
—Jugaste bien.
Tiago asintió. No agradeció, no se agrandó. Solo se quedó mirando al frente, con los codos apoya