Los días siguientes al partido fueron diferentes. Había algo nuevo en el aire. En cada práctica, cada ejercicio, cada pase. No era solo que el equipo entrenara con más intensidad; era la conexión evidente entre Tiago y Lautaro lo que lo cambiaba todo.
Desde que habían tenido esa charla sincera en el vestuario, parecían haberse entendido de verdad. Ya no competían con veneno ni se miraban con rencor. Ahora jugaban como si el otro fuera una extensión de sí mismos. Lautaro asistía con precisión quirúrgica, Tiago definía con potencia y estilo. Y si Lautaro se adelantaba, Tiago retrocedía para cubrir. Se leían sin hablar. El equipo lo notaba, el entrenador también.
—¡Eso es, chicos! ¡Así se juega! —gritaba Sergio desde un costado, feliz de ver al equipo por fin con alma, con garra, con fuego.
Gonza y Javier los miraban y se contagiaban. El ambiente era otro. Las prácticas eran más competitivas, pero más sanas. Todos querían mejorar, y nadie quería quedarse atrás.
Lautaro ya estaba completa