El pitido inicial del árbitro retumbó en todo el estadio escolar como el disparo de salida de una batalla. Los primeros en mover fueron los del equipo visitante, vestidos de azul oscuro, agresivos y veloces desde el arranque. Apenas habían pasado tres minutos cuando uno de sus mediocampistas, sin mucha marca, se acomodó desde unos 30 metros y sacó un bombazo que se coló al ángulo izquierdo del arquero Elías.
El 0-1 llegó como una bofetada inesperada. La tribuna visitante estalló. “¡Vamos Almirante! ¡Vamos carajo!”, gritaban sus hinchas con bombos, banderas y saltos que hacían vibrar la pequeña estructura metálica.
Los locales, el equipo de Lautaro, se miraban entre sí confundidos, como si no entendieran qué había pasado. Perdían la pelota en cada intento. Los pases eran imprecisos. La ansiedad comenzaba a colarse como un virus silencioso.
Lautaro, con la 17 en la espalda, intentaba empujar. Bajaba a buscar la pelota, giraba, la pedía, pero apenas la recibía tenía encima a dos marcador