El aire aún vibraba con la electricidad del enfrentamiento, cargado del aroma dulzón y embriagador del calor de Lana. Vincent la veía temblar; sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y una confusión que le partía el alma. Cada fibra de su ser, cada instinto, le gritaba que cerrara la distancia, que la tomara en sus brazos y reclamara lo que, por derecho de destino, siempre había sido suyo.
Pero la expresión de su rostro, la angustia pura en su mirada, fue un balde de agua helada. Él había sido quien la asustó. Él, que había jurado protegerla siempre, era la fuente de su terror en ese momento. La culpa, aguda y punzante, se clavó en su pecho con más fuerza que cualquier garra.
Hizo algo que le exigió una fuerza de voluntad sobrehumana. Dio un paso atrás, abriendo un espacio físico que sentía como una brecha insondable. Su tigre rugió de protesta dentro de él, una bestia enfurecida por la retirada, rabiosa por la negación de su presa.
—Lo sé —dijo, y su voz sonó áspera, cargada de la