El viento soplaba entre los viñedos del norte de Milán, moviendo las hojas verdes con un rumor suave que recordaba al mar. Rose se inclinó para revisar una hilera de cepas, el sol del mediodía tiñendo su piel con destellos dorados. A su alrededor, los trabajadores cortaban racimos maduros y los colocaban con cuidado en cajas de madera. El olor a tierra húmeda y uvas recién cortadas llenaba el aire.
Hacía semanas que Alessandro había retomado, en apariencia, sus negocios. Decía sentirse mejor, aunque cada vez que Rose lo veía, notaba que la luz de sus ojos se apagaba un poco más.
No hablaba mucho, y cuando lo hacía, su voz era lenta, como si las palabras necesitaran abrirse paso entre la niebla.
Rose trataba de no demostrar su angustia. En el viñedo encontraba refugio, la ilusión de normalidad. Sin embargo, cada vez que el teléfono sonaba, su corazón se detenía por un segundo, temiendo que fuera una llamada del hospital, o de él.
Lorenzo, que la observaba a distancia, se acercó co