El apartamento de Alessandro en Roma se alzaba como un santuario de orden y lujo. Las paredes blancas brillaban bajo la luz tenue de las lámparas modernas, mientras los ventanales amplios dejaban entrever la ciudad en un lienzo de tonos cálidos al atardecer. Cada objeto, cada mueble, estaba dispuesto con precisión milimétrica, reflejo de la vida calculada y controlada de Alessandro. Sin embargo, aquella perfección no podía borrar la sensación de vacío que lo envolvía desde hacía semanas.
Se recostó en el sofá de cuero negro, con la mirada fija en la ciudad, pero en su mente no había nada de Roma. Solo Rose. Cada sonrisa, cada gesto, cada palabra pronunciada en aquel zoológico se repetía como un eco persistente. Respiró hondo, cerrando los ojos, y recordó cómo su corazón había latido con fuerza cuando la vio relajada y feliz junto a Lorenzo. Una mezcla de celos, nostalgia y deseo lo atravesó.
“¿Por qué no puedo sacarla de mi mente?” pensó, apretando la mandíbula. Sabía que su memoria h