El auto de lujo de Alessandro se detuvo frente a un edificio humilde, de paredes desconchadas y ventanas con cortinas desteñidas por el sol. A pesar de su apariencia sencilla, había un aura de calidez que se sentía incluso desde la calle. Marco, su asistente, bajó con un gesto respetuoso, cargando bolsas llenas de juguetes, galletas y mercadería para los niños.
—Señor Vescari —dijo Marco mientras abría la puerta—. Todo lo que pidió para el orfanato está aquí. Espero que sea suficiente.
Alessandro asintió, respirando hondo. Sabía que no era suficiente solo traer cosas; los niños necesitaban algo más, algo duradero. Pero por ahora, esto era un comienzo.
—Gracias, Marco —respondió Alessandro, tomando un par de bolsas de juguetes—. Hoy no es solo dar cosas… es estar con ellos.
El edificio estaba rodeado de un pequeño patio de tierra, donde algunos niños jugaban descalzos mientras las monjas los vigilaban desde la entrada. El olor a pan recién horneado y a jabón mezclado con el aire fresco