La habitación estaba en penumbra, con apenas la luz de la luna filtrándose por la ventana. Alessandro permanecía sentado en la cama, los vendajes aún rodeándole la frente y los brazos, pero su postura era rígida, como si cada músculo de su cuerpo estuviera tenso, esperando un ataque que no llegaba. Rose se encontraba a su lado, cuidando el agua del vaso y ajustando las almohadas con delicadeza. Cada movimiento suyo parecía una súplica silenciosa, una oración que esperaba ser escuchada.
—Buenos días —susurró ella, tratando de que su voz sonara natural, aunque el corazón le doliera.
Alessandro alzó la vista, y sus ojos, fríos como el hielo, se encontraron con los de ella. —No hacía falta que vinieras —dijo, con la voz cargada de desdén.
Respiré hondo. Sabía que sus palabras eran cuchillos, pero aun así me sentí obligada a quedarme. —Lo sé… pero quería verte —susurré, acercándome un poco más.
Él apartó la mirada, y algo en su gesto hizo que mi pecho se contrajera. No sabía si era indifer