Salí del cuarto con los hombros temblando, intentando contener las lágrimas que ardían en mis ojos. Cada paso resonaba en el pasillo silencioso del hospital, y el eco parecía burlarse de mi dolor. Sentí que el aire se hacía más denso a cada metro, como si cada respiración me recordara lo que estaba perdiendo. Me apoyé contra la pared, tratando de recomponerme, pero era inútil. Cada recuerdo, cada gesto de Alessandro, me perseguía como un fantasma imposible de sacudir.
—Rose —escuché una voz detrás de mí—. ¿Estás bien?
Era Marco. Su rostro mostraba preocupación, pero también una firmeza que dolía. —No estoy bien —admití, con un hilo de voz—. Me está expulsando. Me está echando.
Él suspiró, mirando hacia el final del pasillo donde la puerta de la habitación de Alessandro permanecía cerrada. —Sé que duele, y sé que para ti esto es insoportable. Pero debes entender que él también sufre. Más de lo que puedes imaginar. —Se acercó, colocando una mano sobre mi hombro—. Está intentando protege