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Capítulo: La Vida Que Cae Como Luz en Roma

Hay personas que nacen con alas invisibles. No para huir, sino para volar hacia los sueños.

Rose Castelli era una de ellas.

Desde niña, había dibujado casas imposibles en los bordes de sus cuadernos. Torres que rozaban las nubes, puentes colgantes entre árboles centenarios, cúpulas cubiertas de flores. No construía solo edificios; creaba mundos.

El arte vivía en su mirada, en la manera en que observaba la sombra de la lluvia en una ventana, en cómo se quedaba quieta mirando el atardecer como si pudiera descifrarlo con la punta de un lápiz. Su familia decía que había nacido con el corazón en otro siglo, uno donde los artistas caminaban por calles empedradas y los sueños eran más importantes que el dinero.

Rose creció en una casa modesta pero cálida, en las afueras de Buenos Aires. Su madre era profesora de literatura; su padre, técnico de telecomunicaciones. Nunca fueron ricos, pero siempre fueron ricos en lo esencial: amor, respeto, apoyo.

Durante décadas, sus padres habían ahorrado con paciencia y sacrificio para “el futuro de Rose”. Cada billete guardado, cada renuncia silenciosa —a unas vacaciones, a un auto nuevo, a una salida— fue pensado para ella.

El día que Rose se graduó de arquitecta con honores, con lágrimas en los ojos y un corazón lleno de esperanza, su madre le entregó un sobre. Dentro, había pasajes a Roma y una carta.

"El mundo es demasiado grande para quedarte en un rincón. Ve, mi amor. Diseña ciudades. Vive como si todo fuera posible. Siempre volverás a nosotros, porque nosotros siempre seremos tu casa."

Rose lloró por horas. No por miedo. Sino por gratitud.

Roma no era una elección al azar. Desde que tenía quince años, había soñado con caminar por sus calles milenarias, estudiar sus estructuras, perderse en los museos. En Roma, sentía que podía hablar el mismo idioma que el arte. Era más que una ciudad. Era un destino.

No viajó sola.

Su mejor amiga, Francesca, una italiana nacida en Nápoles pero criada en Argentina, había sido su compañera de clases, de risas, de noches sin dormir estudiando, y de planes locos que siempre comenzaban con “¿y si…?”

Francesca estudiaba diseño de interiores y compartía el mismo amor por lo estético, aunque con una personalidad completamente distinta. Mientras Rose era dulzura, calma y ternura, Francesca era risa, fuego y caos encantador. Si Rose era una sinfonía, Francesca era una canción pop con notas eléctricas.

Cuando Rose le contó que se iría a Roma a buscar su destino, Francesca solo dijo una cosa:

—Perfecto. Ya estaba harta de estos cafés sin alma. Allá, el espresso es de verdad. Y yo también tengo sueños, ¿no?

Así, juntas, con dos valijas y un universo de ilusiones, partieron hacia Italia.

Llegaron a Roma una mañana dorada de septiembre. El aire olía a historia, a piedra antigua y a futuro. Se instalaron en un pequeño piso en Trastevere, una zona bohemia donde los balcones rebosaban de flores y los gatos dormían al sol sobre las veredas.

El departamento era diminuto, con paredes delgadas y muebles que crujían al menor movimiento, pero para ellas era un palacio. Pintaron las paredes de colores cálidos, llenaron la cocina de plantas, pegaron mapas y dibujos en las paredes. Cada rincón tenía algo que las representaba.

—Cuando seamos exitosas —dijo Francesca una noche mientras cocinaban pasta barata—, no vamos a querer otro lugar más que este.

—Eso es porque tú no has visto la terraza del Palazzo Farnese —respondió Rose, soñadora, con los ojos brillantes—. Yo diseñaré una casa en esa colina, ya lo verás.

Francesca rió. Amaba esa parte de Rose. Su capacidad para soñar en voz alta sin miedo a parecer ingenua.

Pero los sueños, como todo en la vida real, necesitan tiempo.

Y dinero.

Tras semanas de enviar currículums, asistir a entrevistas, y recorrer estudios de arquitectura donde le sonreían con cortesía pero no le ofrecían nada concreto, Rose comprendió que el camino no sería fácil.

—Eres brillante, pero no te conocen —le dijo un arquitecto una tarde—. Aquí, los puestos se heredan, o se pelean con años de trabajo. Roma es hermosa, pero también cruel.

Francesca consiguió un empleo en una galería de arte pequeña en el centro, con turnos flexibles y un jefe que hablaba demasiado. Rose, por su parte, aceptó un trabajo temporal como camarera en un restaurante de lujo que su amiga Francescale ayudo a conseguir. No era lo que soñó. Pero tampoco era rendirse.

—Al menos estarás cerca del vino y los manteles blancos —bromeó Francesca.

—Y de clientes que podrían necesitar arquitectos —respondió Rose con un guiño—. Nunca se sabe.

A pesar de las dificultades, Rose no dejó de soñar.

Se levantaba temprano para caminar por la ciudad, dibujaba cúpulas desde los parques, llenaba libretas con esquemas de ideas, propuestas de diseño, frases que escuchaba en la calle. Su mirada encontraba belleza en lo cotidiano: una sombra sobre un muro, una ventana antigua con flores, la geometría de una plaza vista desde lo alto.

Era una mujer profundamente dulce. No solo en su sonrisa o en su voz suave, sino en su forma de estar. Escuchaba con atención, abrazaba con el cuerpo y la mirada, y nunca juzgaba a nadie. Tenía esa extraña capacidad de hacer que cualquier persona, al hablarle, se sintiera más importante.

Los niños la saludaban en la calle. Los ancianos le sonreían. Las vecinas del edificio la adoraban. Decían que su risa traía suerte.

Pero como toda soñadora, también tenía días grises. Días en los que dudaba de sí misma. En los que el rechazo de una entrevista la hacía cuestionarse si su sueño era demasiado grande para sus manos.

En esos momentos, Francesca le recordaba algo que su madre le había escrito en la carta.

—“Diseña ciudades, pero nunca dejes de ser la niña que las soñó primero.” Eso eres tú, Rose. Una soñadora con planos en las venas.

Y Rose sonreía.

Seguía adelante.

Fue Francesca quien consiguió el contacto para que Rose trabajara una noche en La Pergola, ese restaurante elegante en la cima de Roma. Una camarera había faltado, necesitaban cubrir rápido, y Francesca había pensado: Rose necesita algo de suerte. Tal vez una noche elegante le devuelva la fe.

Rose se puso su vestido negro más sencillo, se peinó con delicadeza, y caminó hacia el restaurante sin saber que esa noche no solo serviría vino.

Cambiaría su destino.

Ella no lo sabía aún, pero esa noche, al servirle una copa de Chianti a un hombre de mirada intensa, su vida tomaría un nuevo rumbo.

Un rumbo más peligroso. Más profundo. Más real.

Porque hay personas que están hechas para la luz, y otras que han vivido demasiado en la sombra.

Y cuando ambas se encuentran, no es coincidencia.

Es destino.

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