Mientras la noche caía sobre Milán y Rose se despedía de Lorenzo con una sonrisa temblorosa, Alessandro estaba lejos, en su apartamento de Roma, rodeado por la fría opulencia de un ático que parecía esconder más soledad que seguridad. La ciudad se extendía debajo de él como un tablero de luces y sombras, y la lluvia golpeaba las ventanas creando un murmullo constante. Allí, en medio de su lujo, Alessandro sintió un tirón en su memoria, un recuerdo que no era completo pero que lo atravesó con claridad dolorosa: Rose, la mujer que le había llevado una tarta de manzana bajo la lluvia.
No recordaba su rostro. Ni siquiera podía ubicarla en un nombre; la memoria le había robado esos detalles hace tiempo. Pero el gesto, la delicadeza con la que había intentado llegar a él, la ternura de sus ojos y las palabras que no logró pronunciar antes de que él reaccionara con frialdad, se quedaron grabadas en su interior como una cicatriz. Rose había sido paciente, insistente, dejándole cartas, pequeño