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Capítulo: Sombras en una Copa de Cristal

El mundo veía a Alessandro Vescari como un hombre que lo tenía todo. Poder. Belleza. Riqueza. Un apellido que abría puertas, cerraba tratos y, en los círculos más oscuros, hacía temblar imperios. Pero lo que el mundo no veía era lo que él más protegía: su soledad.

Nadie nace Vescari. Se convierte.

Y Alessandro lo sabía mejor que nadie.

Lo sacaron del orfanato un martes por la mañana. Recordaba el olor agrio de las sábanas, el crujido del piso al levantarse, y la mirada indiferente de la hermana Magdalena al decirle que se pusiera presentable. Tenía cuatro años. Ya sabía que llorar no servía de nada.

Sus primeros recuerdos estaban hechos de paredes frías, voces que gritaban más de lo que acariciaban, y el silencio: ese silencio espeso que llenaba los rincones cuando los demás niños dormían y él no podía. Por más que cerrara los ojos, el miedo seguía ahí. El miedo de no ser visto. De ser olvidado.

Entonces llegaron ellos. Giancarlo y Elena Vescari.

Vestidos de manera impecable, como si su visita fuera un evento social más. Pero sus ojos… los ojos de Elena sí lo vieron. Lo tocaron de una manera que nadie lo había hecho antes. Con ternura. Con una promesa.

—Hola, Alessandro —le dijo ella, arrodillándose para estar a su altura—. Vamos a casa.

No entendió lo que significaba “casa” en ese momento. Pero siguió sus pasos.

Durante años, pensó que esa promesa bastaría para llenar los vacíos que llevaba dentro. Pero el alma no se repara tan fácilmente. El amor no siempre basta.

Los Vescari eran una de las familias más poderosas de Italia, con raíces profundas en los negocios de exportación, especialmente en el vino. Viñedos ancestrales en la Toscana, bodegas en Piamonte, contratos con restaurantes de lujo en Nueva York, Tokio, París. Un imperio líquido que sabía envejecer con gracia… pero también sabía mancharse de sangre cuando era necesario.

Lo adoptaron porque no podían tener hijos.

Durante años, Alessandro fue su todo.

Hasta que, como si Dios hubiera sentido la necesidad de complicarlo todo, Elena quedó embarazada.

Fue un milagro. Un embarazo inesperado a los cuarenta y tres años. Nació Chiara, con ojos idénticos a los de su madre y la dulzura de quien nunca conocería el hambre de cariño.

Nunca le faltó el amor de sus padres. Giancarlo lo miraba como a un heredero digno. Elena seguía acariciándole el cabello en las noches cuando creía que dormía. Pero algo cambió. Lo sentía en las sonrisas que duraban un segundo menos. En los abrazos que no eran tan apretados como antes. En el tono en el que pronunciaban “nuestros hijos” como si fueran dos piezas que no terminaban de encajar.

A los once años, ya sabía que sería el escudo de la familia. No el hijo más amado. El más útil.

Fue Giancarlo quien le mostró los dos caminos que definían su existencia.

—El vino nos da prestigio —le dijo una noche, frente a una copa de Barolo—. Pero la sangre… la sangre asegura que nadie se atreva a arrebatárnoslo.

Así aprendió que el negocio familiar no solo se trataba de cosechas, barricas y exportación. Detrás del aroma de uvas fermentadas había rutas controladas, favores que costaban vidas, y socios que sonreían mientras sostenían pistolas bajo la mesa.

La Vescari Wines & Imports S.p.A. era la fachada perfecta. Elegante. Tradicional. Pero el verdadero imperio vivía en las sombras: tráfico de influencias, lavado de dinero, alianzas con las ramas más poderosas de la mafia italiana.

Alessandro, con su temple gélido y su inteligencia quirúrgica, se convirtió en el rostro que nadie podía cuestionar. Hablaba seis idiomas. Se movía entre políticos, empresarios, contrabandistas y cardenales con la misma elegancia. Donde su padre era temido, él era respetado. Adorado. Pero no amado.

El amor era un lujo que no se permitía.

A los veinte años, Alessandro ya tenía una finca propia en Toscana, una cuenta en Suiza que no dejaba de crecer y una red de contactos que incluía desde embajadores hasta sicarios. También tenía un silencio que lo acompañaba cada noche. Un silencio que ni el vino más costoso podía borrar.

Nunca había tenido verdaderos amigos.

Su desconfianza era su armadura. No porque sus padres no lo hubieran querido, sino porque el abandono que sufrió de niño era una cicatriz que no sanaba. Incluso en las reuniones familiares, en las celebraciones fastuosas en la villa Vescari, Alessandro se sentía como un actor en un papel que no había elegido. Repetía los gestos, pronunciaba las palabras correctas. Pero dentro de él, algo seguía sin encajar.

Lo único que realmente lo calmaba era el proceso de creación del vino. Las viñas. El olor a tierra mojada. La precisión con la que se prensaban las uvas. El lento dormir de los caldos en barricas de roble. Tal vez porque el vino, como él, necesitaba tiempo y oscuridad para alcanzar su mejor versión.

Pero no todo en su vida eran negocios y nostalgia.

En su mansión de mármol negro en las afueras de Roma, Alessandro vivía rodeado de arte, autos de lujo, colecciones de relojes y trajes hechos a medida. Las mujeres lo buscaban como se busca una leyenda: sabiendo que no las recordarían al día siguiente. Y él las dejaba entrar en su cama, pero nunca en su alma.

Con el tiempo, su fama creció.

Para la prensa, era un magnate excéntrico, sofisticado, hermético. Para la mafia, un aliado indispensable, casi un dios. Para sus padres, el hijo que sostenía el legado. Para su hermana Chiara, el hermano distante que se aseguraba de que nada malo le pasara, pero que rara vez la llamaba sin que hubiera un motivo.

Y para sí mismo… era un espectro. Una máscara. Una historia sin narrador.

Una noche de invierno, mientras se encontraba solo en su oficina privada —una sala de cristal con vista a las colinas, decorada con esculturas minimalistas y una cava personal—, recibió una llamada desde Nueva York.

—Han aceptado el trato —dijo la voz al otro lado—. Pero quieren que tú lo cierres. En persona.

Él no respondió de inmediato. Tenía una copa de vino entre los dedos. No bebía por placer. Lo hacía por ritual. Por necesidad. Como si cada sorbo fuera un recordatorio de lo que había construido con sus propias manos.

—¿Dónde?

—Roma. Cena de gala en La Pergola. Esta semana.

Colgó sin decir más. Era su estilo. No explicaba. Ejecutaba.

Esa noche, se sentó frente a una vieja fotografía.

Era la única que tenía de su vida antes de los Vescari. Un retrato descolorido de un niño flaco, con el cabello despeinado y la expresión perdida. Nadie sonreía en esa imagen. Ni siquiera él.

Pasó los dedos por el papel gastado.

A veces se preguntaba si ese niño aún vivía dentro de él.

O si lo había enterrado en algún rincón de su alma, donde la luz no llegaba.

Tres días después, caminó hacia La Pergola sin escoltas. Vestido con su traje negro favorito y una expresión de hielo que muchos confundían con soberbia, pero que era simplemente su forma de mantenerse a salvo.

No esperaba que nada fuera diferente esa noche. Otra negociación. Otra copa de vino. Otra fachada.

Y sin embargo, fue ahí donde la vio.

Rose Castelli.

Y algo en él se quebró, aunque no supiera nombrarlo.

Ella no lo miró como los demás. No con miedo. No con codicia. No con deseo inmediato. Lo miró con una mezcla de curiosidad y dignidad que desarmó su coraza antes de que pudiera defenderse.

No sabía quién era él.

Y por primera vez… él tampoco supo quién era frente a ella.

Esa noche no fue memorable por la cena, ni por el vino, ni por el trato que cerró con solo una firma.

Fue memorable porque, por un momento, el silencio dentro de él no lo ahogó.

Fue la primera noche en años que pensó en lo que podría haber sido su vida si alguien lo hubiera amado distinto. Si alguien hubiera abrazado su herida en lugar de endurecerla.

Y en esos segundos robados, mientras ella lo miraba sin saber el caos que él arrastraba, Alessandro comprendió algo terrible y hermoso a la vez:

No hay vino que cure el dolor de un niño que solo quería pertenecer.

Pero tal vez, solo tal vez, en la voz de una mujer libre, en la risa de alguien que no busca nada de él… pudiera haber un comienzo.

Una tregua.

Un suspiro.

Una redención.

Aunque fuera tan frágil como el cristal de una copa de Chianti.

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