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Capítulo: Donde la Marea Calla y el Corazón Habla

La luz de la tarde se desvanecía lentamente sobre Roma, tiñendo de dorado las calles estrechas y los tejados de terracota. Rose y Francesca se encontraban en su pequeño apartamento, rodeadas de platos sucios, risas y una sensación de calidez familiar que había persistido desde que llegaron a la ciudad.

—¿Cómo fue tu noche? —preguntó Francesca mientras comenzaba a sacar los ingredientes de la alacena para preparar la cena. Sabía que Rose había tenido un día largo en el restaurante de La Pergola, y le encantaba escuchar todo lo que su amiga tenía que contar.

Rose se dejó caer sobre el sofá, quitándose los tacones con un suspiro de alivio. A pesar de la elegante fachada del restaurante, el trabajo como camarera le había dejado los pies adoloridos y la mente llena de pensamientos dispersos.

—Fue... extraño. Diferente. —Rose sonrió pensativa—. Conocí a un hombre. Un cliente. Se sentó solo en su mesa, en la esquina, pero había algo en él, Francesca, algo que me atrapó sin quererlo. Su mirada... era como si me estuviera observando más allá de lo que debería. Y no puedo dejar de pensar en él.

Francesca levantó una ceja, intrigada, mientras comenzaba a hervir agua para la pasta. Sabía que su amiga rara vez se sentía atraída por alguien tan rápidamente. Rose siempre era la que veía el mundo con ojos de artista, buscando belleza en lo simple. Pero algo en su tono, algo en la forma en que hablaba de ese hombre, le dio una sensación extraña, casi eléctrica.

—¿Y qué pasó? ¿Te habló? ¿Te dijo algo interesante o solo te miraba como un idiota? —preguntó Francesca mientras cortaba un tomate.

Rose soltó una pequeña risa.

—Él habló. Bueno, más bien, sus palabras eran como un susurro. Su voz era tan profunda, pero tan suave, como si cada palabra estuviera hecha para cautivar. Me hizo servirle una copa de vino y me pidió que lo mirara directamente a los ojos mientras lo hacía.

Francesca dejó el cuchillo y se dio la vuelta, un brillo travieso en sus ojos.

—¡Rose! ¿Y qué más? ¿Te sonrió? ¿Te pidió tu número?

Rose se recostó contra el respaldo del sofá, sonrojándose levemente.

—No... bueno, sí. Pero me dio su número. Y me dijo que no tenía que llamarlo, que él lo haría si quería verme otra vez... No sé, Francesca, fue todo tan extraño. Sentí como si estuviera rodeada de algo más... algo peligroso. Pero, al mismo tiempo, sentí una conexión que no había experimentado antes.

Francesca se acercó a ella y se sentó a su lado, poniendo una mano en su hombro.

—No me digas más, Rose. Estás enganchada, ¿verdad? Este tipo debe ser un completo misterio. Y tú... tú siempre has sido la soñadora, la que ve belleza donde otros solo ven sombras. ¿Qué vas a hacer con eso?

Rose suspiró y se levantó para ir hacia la cocina, comenzando a preparar la pasta con manos automáticas. No quería admitirlo, pero Francesca tenía razón. Algo en ese hombre la había tocado de una manera que no podía ignorar.

—No sé. Tengo miedo de lo que pueda pasar si lo llamo. No quiero meterme en algo que no entiendo... pero no puedo dejar de pensar en él.

Francesca sonrió con complicidad, levantando la copa de vino en un brindis improvisado.

—Bueno, si lo vas a hacer, al menos hazlo con estilo. Te voy a prestar este vestido rojo que tengo guardado en el armario. Es perfecto para lo que sea que vaya a suceder entre ustedes. ¡Y si no te llama, al menos te habrás divertido viéndote increíble!

Rose miró el vestido rojo brillante que Francesca le mostró y se rió, aunque su corazón latía más rápido de lo que quería admitir.

—Gracias, amiga. Eres lo mejor. Pero, primero, vamos a disfrutar de esta pasta y de este vino. El resto puede esperar un poco más.

Mientras Rose y Francesca se sentaban a la mesa, compartiendo historias y risas, el corazón de Alessandro Vescari latía con fuerza en su lujosa casa en Roma. No podía dejar de pensar en la joven camarera de La Pergola.

Su rostro seguía presente en su mente, tan fresco y tan lleno de vida. Ella había sido diferente a las mujeres con las que estaba acostumbrado a tratar. No era sumisa ni directa. No era superficial ni distante. En lugar de eso, la había visto mirar su copa de vino con una fascinación casi inocente, como si tratara de comprender el arte detrás de cada sorbo.

¿Por qué no me la quito de la cabeza? pensaba mientras caminaba por su salón, con un vaso de whisky en la mano, buscando respuestas que no podía encontrar.

Él era un hombre acostumbrado a obtener lo que quería, a imponer su voluntad sobre los demás. Pero esa noche, cuando la vio en el restaurante, sintió algo que no podía controlar. Algo que no entendía. Quería llamarla. Quería saber si había algo más entre ellos. Pero también sentía que si lo hacía, rompería su propia barrera de control.

¿Y si ella no me llama?

El pensamiento lo atormentaba. Tenía sus dudas, pero la sensación de no saber era insoportable.

la noche siguiente seguía pensando en ella.

-Y si no me llama?,joder debí pedirle su número de teléfono así yo la llamaba.

Finalmente, después de horas de inquietud, se ollo el móvil vibrar.

Sacó su teléfono móvil y, con una mano firme, contestó.

—Hola, Alessandro soy rose —dijo Rose, con un tono despreocupado pero que Alessandro reconoció como cauteloso.

El simple sonido de su voz hizo que su pecho se relajara. No estaba seguro de qué esperaba, pero la forma en que la escuchaba le dio la seguridad de que había algo especial allí.

—Hola, Rose.

Hubo un pequeño silencio del otro lado, y Alessandro sintió cómo el tiempo se alargaba.

—.¿cómo estás?

La pregunta era sincera, pero había algo en su tono que decía que también sentía esa extraña conexión.

—Estoy bien, gracias. Estaba pensando... ¿te gustaría acompañarme a cenar esta noche? Conozco un lugar con una vista espectacular de la ciudad. Es un restaurante íntimo, perfecto para hablar sin interrupciones.

Rose se quedó en silencio un momento, dándole tiempo a la oferta de Alessandro para asentarse en su mente.

—Me encantaría —respondió finalmente, un poco sorprendida por la invitación, pero sabiendo en su corazón que no podía rechazarla.

—Perfecto. Te pasaré a buscar en una hora.

Una hora después, Rose estaba frente al espejo, poniéndose el vestido rojo que Francesca le había prestado. Sus manos temblaban ligeramente mientras ajustaba el maquillaje, y su mente seguía corriendo, analizando lo que iba a suceder.

Rose se miró en el espejo una última vez.

El vestido rojo que Francesca le había prestado abrazaba su cuerpo como si hubiera sido creado para ella. Tenía tirantes finos y un escote en forma de corazón que dejaba al descubierto sus clavículas y los hombros suaves. La tela caía como un suspiro hasta sus tobillos, con una pequeña abertura en la pierna izquierda que dejaba ver lo justo para ser provocadora sin perder la delicadeza. Francesca, con una sonrisa entre pícara y orgullosa, le había dicho:

—Si no lo dejas sin palabras, significa que es ciego. Y si lo dejas sin aliento, entonces, mi querida Rose, no vuelvas antes de la medianoche.

Rieron juntas, como siempre. Francesca había sido más que una compañera de piso desde que llegaron a Roma. Era su confidente, su cómplice, su familia elegida. Habían compartido sueños, frustraciones, cafés con lágrimas escondidas y risas desbordadas. Y ahora, compartían este nuevo capítulo donde la vida comenzaba a tomar formas impredecibles.

Rose salió del apartamento con el corazón acelerado. Un coche negro la esperaba en la entrada. El chofer, vestido impecablemente, le abrió la puerta con una sonrisa cortés.

—Señorita Castelli, el señor Vescari la espera.

El sonido del timbre la sacó de sus pensamientos.

Cuando abrió la puerta, Alessandro estaba allí. Alto, impecablemente vestido con un traje azul oscuro que resaltaba sus ojos, con una expresión seria, pero una sonrisa en sus labios. La tensión entre ambos era palpable, pero también había algo encantador en su presencia.

—Hola, Rose. Estás increíble —dijo él, su mirada atrapándola en su lugar.

Rose sonrió tímidamente.

—Gracias, tú también te ves... impresionante.

Alessandro extendió la mano con una suavidad inusual para él, y ella la aceptó sin pensarlo.

—Vamos, tenemos una noche increíble por delante.

El camino al restaurante fue una sucesión de pensamientos entrelazados con latidos. Rose se miraba las manos, respiraba hondo, intentaba calmar la emoción que se le enredaba en el pecho como una enredadera que crecía con cada minuto que pasaba. Pero nada la había preparado para lo que vería al llegar.

Il Sogno del Mare era más que un restaurante: era una joya oculta sobre un acantilado frente al mar Tirreno. La estructura, de líneas elegantes y madera clara, se abría en terrazas suspendidas, como balcones que colgaban sobre el infinito. Las mesas, cubiertas con manteles marfil, estaban rodeadas de luces tenues, faroles de cobre, y pequeños jarrones con flores silvestres. El sonido del mar era la música de fondo, interrumpida solo por una melodía de piano suave que flotaba en el aire como un secreto.

Desde allí, la vista era sencillamente mágica. El mar se extendía infinito y brillante bajo la luna. Las luces de las velas danzaban en los cristales, y una copa de vino tinto ya reposaba frente a cada plato.

—¿Qué estamos bebiendo? —preguntó ella.

—Un tinto de cosecha privada. Lo producen en mi viñedo personal en Toscana.

—¿Tienes tu propio viñedo?

—Y un secreto: no lo hice por dinero. Lo hice por paz. Es el único lugar donde siento que puedo respirar.

—¿Y esta noche? —preguntó ella, alzando la copa.

—Esta noche, respiro por ti.

Chocaron las copas suavemente. El vino era profundo, intenso, con un dejo de cereza negra que se deshacía en la lengua. Como sus palabras, pensó ella: seductoras, envolventes, pero con una sinceridad inesperada.

Llegaron los primeros platos: ostras frescas sobre hielo perfumado con lavanda y limón, y una crema de langosta con aceite de trufa. Rose no podía ocultar la sorpresa.

—Alessandro… esto es de película.

—Tú mereces algo de película. Solo que esta vez, no quiero que el final sea triste.

Ella bajó la mirada, conmovida por la dulzura inesperada. Él la observaba como si no pudiera apartar la vista, como si cada gesto suyo le revelara una verdad nueva.

—¿Qué piensas de mí? —preguntó ella, de pronto.

—Pienso... que llegaste a mi vida como una canción que no sabía que necesitaba. Que eres luz donde todo era sombra. Que eres verdad... donde todo era control.

—Y tú, Alessandro, eres peligro —dijo ella suavemente, sin miedo.

—¿Te asusta?

—Un poco. Pero también me intriga. Y eso es lo peor... o lo mejor.

El plato principal fue aún más sorprendente: filete de lubina con salsa de azafrán, acompañado de un soufflé de parmesano y espárragos grillados. Rose no podía dejar de mirar el mar mientras comía.

—¿Sabes? —dijo ella—. Cuando era niña, soñaba con dibujar casas frente al mar. Imaginaba que algún día viviría en una, con un gran ventanal, libros viejos, y alguien que me mirara como si yo fuera su hogar.

Alessandro apoyó los cubiertos y la miró fijo.

—¿Y crees que se puede ser hogar de alguien que ha vivido demasiado tiempo solo?

—Sí —dijo ella, sin dudar—. Pero primero tiene que dejar que alguien abra las puertas.

El silencio entre ellos fue profundo, no incómodo. Era un silencio lleno de significado, de tensión, de cosas que aún no sabían cómo decir.

Y entonces, como si el universo lo supiera, la música del piano se volvió más íntima. Alessandro se levantó, caminó hacia ella, y le extendió la mano.

—Baila conmigo.

—¿Aquí?

—¿Dónde más?

Ella aceptó, y juntos comenzaron a moverse lentamente entre las mesas. No había pista de baile, pero no importaba. Las estrellas eran su techo, el mar su testigo, y sus cuerpos hablaban en una lengua que no necesitaba traducción.

Las manos de él sobre su cintura, la de ella sobre su pecho. Sus cuerpos se reconocían, se acercaban, se buscaban. Y aunque aún no se habían besado, la promesa de ese primer beso se sentía cada vez más cerca, más inevitable.

—Rose... —susurró él—. Desde que te vi en ese restaurante, no he dejado de pensar en ti. No entiendo por qué, ni quiero hacerlo. Solo sé que te necesito cerca.

—Yo tampoco entiendo nada —confesó ella, con el rostro cerca del suyo—. Pero estoy aquí. Y eso, por ahora, es suficiente.

Sus labios quedaron a un suspiro de distancia. Pero no se besaron aún. Porque a veces el deseo necesita esperar. Porque lo que ardía entre ellos no era solo físico. Era algo más profundo. Algo que comenzaba a doler de tan verdadero.

Volvieron a la mesa para el postre: un volcán de chocolate con helado de vainilla y frutos rojos frescos. Él lo partió por la mitad, ofreciéndole una cucharada.

—Podríamos quedarnos aquí para siempre —dijo él.

—No. Pero podríamos volver —respondió ella, con una sonrisa que ya sabía a futuro.

Cuando terminó la cena, Alessandro la acompañó al coche, tomándola de la mano. En el umbral, antes de abrirle la puerta, la miró.

—¿Puedo besarte?

Rose, con el corazón latiendo desbocado, asintió.

Y fue como tocar el alma del otro con los labios.

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